Pon atención, como siempre, al título, amigo:
“Donde se declaró el último punto
y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la
felicemente acabada aventura de los leones”.
Es decir, con la felizmente acabada aventura de los leones,
se declaró el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito
ánimo de don Quijote.
Lo he dicho muchas veces, si se trata de interpretar El Quijote, olvídate de la palabrería del loco, de los juicios de algún cuerdo y de
las agudezas del gracioso, fíjate en el artificio del autor, en la manera en la
que escenifica de modo inequívoco la aventura, que ya nos introducía en el
anterior capítulo como la aventura “del carro de
las banderas”.
Una escenificación consiste básicamente en hacer acopio por
la fuerza impensada del azar de los componentes y datos que necesitamos para que
el hecho deseado luego se produzca. Adelante:
Cuenta la historia que cuando don
Quijote daba voces a Sancho que le trujese el yelmo, estaba él comprando unos
requesones que los pastores le vendían y, acosado de la mucha priesa de su amo,
no supo qué hacer dellos, ni en qué traerlos, y por no perderlos, que ya los
tenía pagados, acordó de echarlos en la celada de su señor, y con este buen
recado volvió a ver lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:
—Dame, amigo, esa celada, que o
yo sé poco de aventuras o lo que allí descubro es alguna que me ha de necesitar
y me necesita a tomar mis armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó,
tendió la vista por todas partes y no descubrió otra cosa que un carro que
hacia ellos venía, con dos o tres
banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer
moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote, pero él no le dio
crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de ser
aventuras y más aventuras, y, así, respondió al hidalgo:
—Hombre apercebido, medio combatido.
No se pierde nada en que yo me aperciba, que sé por experiencia que tengo
enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni
en qué figuras me han de acometer.
Y volviéndose a Sancho, le pidió
la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso
dársela como estaba. Tomóla don Quijote, y sin que echase de ver lo que dentro
venía, con toda priesa se la encajó en la cabeza; y como los requesones se
apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas
de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que dijo a Sancho:
—¿Qué será esto, Sancho, que
parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de
los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo: sin duda
creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes,
con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y
dio, con él, gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el caso.
Limpióse don Quijote, y quitóse la celada por ver qué cosa era la que, a su parecer,
le enfriaba la cabeza, y viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada,
las llegó a las narices, y, en oliéndolas, dijo:
Si no lo ves, ahora lo verás, como no es una simple broma
sino una preparación intencionada. Así que ya tenemos aquí el carro de las
banderas por tercera vez, que se nos ha venido acercando. Y aún hace tema de
ello preguntando don Quijote qué banderas son estas, sin que, aparentemente,
tenga tenga mucho sentido u otra significación esta investigación.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no
venía otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la
delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
—¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué
carro es este, qué lleváis en él y qué
banderas son aquestas?
A lo que respondió el carretero:
—El carro es mío; lo que va en él
son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la corte,
presentados a Su Majestad; las banderas
son del rey nuestro Señor, en señal que aquí va cosa suya.
—¿Y son grandes los leones?
—preguntó don Quijote. Etc.
Como seguramente sabes, don Quijote, se bajo del
caballo, por temor a que éste se
espantara, y se puso ante la jaula del león macho, cuya puerta fue abierta por
el leonero. El león, del que se nos ha informado que va hambriento, se levantó de
la siesta, se acercó hasta la puerta, miró a un lado y a otro y se volvió a
acostar en el lugar del que antes se había levantado.
Ahora, si el león no ataca a don Quijote, es porque Cervantes
le roció primero del suero de los requesones, olor indeseable para el león.
Y lo que nos interesa. Mandó finalmente don Quijote cerrar
la puerta al leonero:
Hízolo así el leonero, y don
Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se había limpiado
el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los que no dejaban
de huir ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del
hidalgo; pero alcanzando Sancho a ver la señal del blanco paño, dijo:
—Que me maten si mi señor no ha
vencido a las fieras bestias, pues nos llama.
Como esta aventura no ha sido entendida hasta el día de hoy,
los incontables autores que la tratan encuentran en ella confirmación de que el
tema o lección de El Quijote es el
que éste mismo ahora expone:
—¿Qué te parece desto, Sancho?
—dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien
podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será
imposible.
Tras la aventura, el muñeco tiene su propio juicio para
justificar su locura.
—¿Quién duda, señor don Diego de
Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado
y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar
testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced
advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido.
Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran
plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un
caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en alegres justas
delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en
ejercicios militares o que lo parezcan entretienen y alegran y, si se puede
decir, honran las cortes de sus príncipes;
La valentía se describe como una forma de sumisión y
adulación al poder
Pero sobre todos estos parece
mejor un caballero andante que por los desiertos, por las soledades, por las
encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas
aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, solo por
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante
socorriendo a una viuda en algún despoblado que un cortesano caballero
requebrando a una doncella en las ciudades.
Valentía y caballerosidad sí, pero por la
causa humana. Tal como lo fueron los caballeros andantes reales; los mohistas
en la antigua China -que se ponían del lado de los débiles independientemente del estado al que pertenecieran.
Cervantes,
en efecto, no es intelectual, para él las religiones y las ideologías son vacías,
las contempla desde el punto de vista de la inteligencia es decir; el solo ve en ellas cómo las fuerzas, incluso si latentes,
se alinea o se agrupan; ahí tenemos, por ejemplo, la guerra de los Balcanes,
gente que en la comunista Yugoslavia no recordaban ya la religión comenzaron a
matarse y a dividir el país según las religiones, algo que realmente no
entendían ni ellos mismos, y lo sé por experiencia pues conocí a algunos de
ellos en Berlín. Realmente la inteligencia ya se había comenzado a aplicar en España -el estado hegemónico por entonces- en la literatura; la picaresca. El Lazarillo fue, probablemente, obra de Diego de Hurtado, gran militar y diplomático ante Inglaterra y ante la Santa Sede.
Pero Cervantes pone la inteligencia al servicio de la humanidad, por eso no es un pícaro, y por eso ya en la Primera Parte Cervantes utiliza la expresión “bandera
blanca de paz” en el momento crucial del encuentro entre Zoraida y el cautivo.
Pero, aún más, si vamos a la escenificación de ese mismo episodio que ya había
sido producido Cervantes en Los baños de Argel,
en esta obra Cervantes no pronuncia el nombre “bandera blanca de paz”, sino que
muestra repetidamente la caña con el atadillo blanco saliendo de la ventana de
Zoraida sobre los baños en los que se encuentra el cautivo mostrándosela propiamente al público.
Imagínate,
amigo, mi sorpresa; yo llevaba desde que era estudiante universitario a
primeros de los ochenta buscando intensamente una posibilidad de convivencia humana,
a fin de acabar las guerras y encontrar una solución para que nuestra
desdichada especie no tuviera que relacionase más por medio de la amenaza y el
homicidio y quizás el suicidio colectivo con las armas modernas y solo tras 15 años de estudio, en el verano del 99, comprendí el
potencial de la bandera blanca y encontré en ella mi norte para siempre, en el que estaba cuando releí a
Cervantes en 2004 con ocasión de un concurso convocado por la
Comunidad de Castilla-La Mancha en el 2005 sobre el Discurso de las Armas y las
Letras. Imagínate mi sorpresa cuando me encontré que él también se había
identificado con la bandera blanca.