sábado, 27 de agosto de 2011

Lo de siempre

Leída y comentada la carta de Sancho llegó la Dueña Dolorida:


Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas, que solo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que a venir frisada descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban; por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa «de las Tres Faldas», y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llamó la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi.

Nos había avisado antes el autor que esta era una representación inventada por los duques para distraerse con don Quijote. Pero Cervantes comete otro de sus habituales descuidos ¿a qué viene esa información que aporta Benengueli respecto a su condado y a sus tierras y las costumbres que allí tenían? Atengámonos solo a la realidad:

Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos velos negros, y no trasparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados, que ninguna cosa se traslucían.


Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín; viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y delicada, dijo:


—Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado, digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco, menos le hallo.


—Sin él estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.

Observese ahora el exceso de realismo; resulta que como la dueña Dolorida es realmente un criado de los duques, se azora ante las reverencias que éstos le hacen y piden que no le hagan tanta cortesía a este su criado, digo, a esta su criada.

No más errores, volvamos un término medio.

Y levantándola de la mano la llevó a sentar en una silla junto a la duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.


Don Quijote callaba y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron.


Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue la dueña Dolorida, con estas palabras:


—Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos pechos acogimiento, no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles y a ablandar los diamantes y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero antes que salga a la plaza de vuestros oídos (por no decir orejas), quisiera que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo Panza.


—El Panza —antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí está y el don Quijotísimo asimismo, y, así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.

Este Sancho está a la que caiga para hacer sus gracias; lo mismo que acabamos de ver y siempre vemos en Cervantes. Por eso digo que si tenemos que identificar a un personaje con Cervantes, ese, a falta de su mujer, no hay duda que es Sancho.

En esto se levantó don Quijote y, encaminando sus razones a la Dolorida dueña, dijo:

—Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos; y siendo esto así, como lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias, ni buscar preámbulos, sino a la llana y sin rodeos decid vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.

Mientras que el que menos se le parece a Cervantes es este don Quijote o don Tonto.

Oyendo lo cual la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se arrojó, y pugnando por abrazárselos decía:


—Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son basas y colunas de la andante caballería: estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises!

O las de Aquiles, Eneas o Alejandro.

domingo, 21 de agosto de 2011

Carta a Teresa

“De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo o no.”

Con ocasión de la carta de Sancho a su mujer desde el castillo de los duques, recordamos como nos quedó en el tintero que:

“Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y, así, prosiguió diciendo:”

Avisa el traductor de que Sancho muestra, aunque refiera solo a este capítulo, un ingenio que quizás no prometía en la primera parte de la historia. Queremos entender que también nos prepara para su papel protagonista en la segunda. Echamos de ver que Sancho se maneja aquí en términos especulativos, fuera del límite de los refranes de la primera parte y habla con la gran Teresa Cascajo, su mujer y amiga, como para que lo conozcamos mejor.

“—Mirad, Teresa —respondió Sancho—, yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad, junto con la esperanza que me alegra de pensar si podré hallar otros cien escudos como los ya gastados”

Como vemos el interés real y primero de Sancho son los escudos (creo que encontraron 200 en las maleta, por lo que, quizás, se quedaría Sancho con los otros 100 sin dar noticia de ellos a Teresa, o es otro de los descuidos del autor quien, de paso, también olvidó devolvérselos a Cardenio). También vemos que en un mes se los han gastado, por lo que no les faltan necesidades.

“—Bien creo yo, marido —replicó Teresa—, que los escuderos andantes no comen el pan de balde, y, así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de tanta mala ventura.


—Yo os digo, mujer —respondió Sancho—, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.”

La esperanza de la ínsula nos muestra su simpleza pero, aparte; de lo que no hay duda es que para patrón que promete tanto, cualquier otra cosa será poco. Y, en efecto, las salidas de Sancho son extraordinariamente rentables, aparte de los escudos antedichos y los nuevos de los duques, salario, pago por el desencanto de Dulcinea y tres burros. ¿Para qué otra cosa trabajamos y asentimos? Aunque…en menoscabo para la sobrina a la que habla a continuacion don Quijote de sus ideales…

El diálogo, como el de los dos sistemas máximos de Galileo, refiere a la concepción conservadora, oriental, de Teresa Panza, frente al oportunismo, occidental, de Sancho. Pero, más allá de la superficialidad de los sistemas hemos de tener en mente que hablar de sociedad es, ante todo, remitirnos a la penosa indignidad de la diferenciación humana en estratos sociales. El Quijote, libro oráculo que dócilmente se presta a que cada uno podamos dar nuestro parecer, debe partir de la igualdad y dignidad de toda persona como corresponde al alto juicio de su autor, escritor del bajo estrato social de Teresa y escribiendo libremente y sin deber alguno (más que el de callarse).

¿No tenemos todos que buscarnos las habichuelas? Como para que muchos comentaristas se pregunten si Sancho era pícaro o no. Este no servía al mentecato de su amo tan solo para "ir de gorra" como en la primera parte, sino también por salario, como en la segunda, y que vivieran sus hijos, que tenía tres, y su hermosa mujer. Mientras que al mentecato de don Quijote lo valoran excelso por su desgana y continencia sexual ¡Maldita sea! Esa es la miserable excusa que ponen cuando asalariados de los poderosos a quienes escribiendo sirven como Sancho sujetando el estribo.

Teresa es la máxima heroína del Quijote y no soy digno yo de quitar una palabra de su boca:

—Eso no, marido mío —dijo Teresa—, viva la gallina, aunque sea con su pepita: vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido hasta ahora y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como esos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho, si por ventura os viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos: que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierno, y en fin, en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada.


—A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla «señoría».


—Eso no, Sancho —respondió Teresa—: casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.


—Calla, boba —dijo Sancho—, que todo será usarlo dos o tres años, que después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde (Los de los estratos altos no deben, y lo que es peor, no pueden reír o sonreír); y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.


—Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa—, no os queráis alzar a mayores y advertid al refrán que dice: «Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa». ¡Por cierto que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que cuando se le antojase la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo, que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos y sé que no mira de mal ojo a la mochacha; y con este, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan ni ella se entienda.


—Ven acá, bestia y mujer de Barrabás —replicó Sancho—: ¿por qué quieres tú ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me dé nietos que se llamen «señoría»? Mira, Teresa, siempre he oído decir a mis mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa; y no sería bien que ahora que está llamando a nuestra puerta se la cerremos: dejémonos llevar deste viento favorable que nos sopla.


—¿No te parece, animalia —prosiguió Sancho—, que será bien dar con mi cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás como te llaman a ti «doña Teresa Panza» y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me digas.


—¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. «Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos». Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto, que mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.


—Ahora digo —replicó Sancho— que tienes algún familiar en ese cuerpo. ¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante, que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la dicha: si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se fuera por esos mundos como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas y en menos de un abrir y cerrar de ojos te la chanto un don y una señoría a cuestas y te la saco de los rastrojos y te la pongo en toldo y en peana y en un estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo quiero?


—¿Sabéis por qué, marido? —respondió Teresa—. Por el refrán que dice: «¡Quien te cubre, te descubre!». Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allí es el murmurar y el maldecir y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas.


—Mira, Teresa —respondió Sancho—, y escucha lo que agora quiero decirte: quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida, y yo agora no hablo de mío, que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador que la cuaresma pasada predicó en este pueblo; el cual, si mal no me acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos están mirando se presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más vehemencia que las cosas pasadas.


—De donde nace que cuando vemos alguna persona bien aderezada y con ricos vestidos compuesta y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y solo es lo que vemos presente. Y si este a quien la fortuna sacó del borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la alteza de su prosperidad fuere bien criado, liberal y cortés con todos, y no se pusiere en cuentos con aquellos que por antigüedad son nobles, ten por cierto, Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que fue, sino que reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna próspera fortuna está segura.


—Yo no os entiendo, marido —replicó Teresa—: haced lo que quisiéredes y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo que decís...


—Resuelto has de decir, mujer —dijo Sancho—, y no revuelto.


—No os pongáis a disputar, marido, conmigo —respondió Teresa—: yo hablo como Dios es servido y no me meto en más dibujos. Y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.


—En teniendo gobierno —dijo Sancho— enviaré por él por la posta y te enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.


—Enviad vos dinero —dijo Teresa—, que yo os lo vistiré como un palmito.


—En efecto, quedamos de acuerdo —dijo Sancho— de que ha de ser condesa nuestra hija.


—El día que yo la viere condesa —respondió Teresa—, ese haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.


Y en esto comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese.”


sábado, 13 de agosto de 2011

El desencanto

Dice Ramón y Cajal:


“El eterno amor de Dulcinea, de esa mujer ideal cuyo nombre suave y acariciador evoca en el alma la sagrada imagen de la patria…”


Llega el demonio, hermano, que le dice el duque, "hombre de bien y buen cristiano", según observa Sancho por expresarse aquel diciendo: “en Dios y en mi conciencia”, y aún añade; “ahora tengo para mí que aun en el mismo infierno debe de haber buena gente”. Anuncia el demonio la llegada de Dulcinea y el modo como ha de ser desencantada.
"Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que a despecho de la verdad querían que estuviese encantada Dulcinea"

Se atempera el decorado, la oscuridad y el negro tira al blanco y a la luz de profusa de las antorchas, Merlín va en el cuerpo de la blanquinegra muerte y exige 3300 latigazos en cuerpo de Sancho para desencantar a Dulcinea.
—¡Voto a tal! —dijo a esta sazón Sancho—. No digo yo tres mil azotes, pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!



—Tomaros he yo —dijo el mentecato de don Quijote—, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió, y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados, que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.


Oyendo lo cual Merlín, dijo:


—No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere, que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento , puede dejar que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.

Sería lo mejor convencerlo, y que creyese:
—Ni ajena ni propia, ni pesada ni por pesar —replicó Sancho —: a mí no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo por ventura a la señora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí que es parte suya, pues la llama a cada paso «mi vida», «mi alma», sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero ¿azotarme yo...? ¡Abernuncio!


Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando levantándose en pie la argentada ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció más que demasiadamente hermoso; y con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:


—¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón, desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía, que aún se está todavía en el diez y... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está presente, solo porque te enternezca mi belleza, que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres, en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío, que a solo comer y más comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu lado tienes: por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino tu rígida o blanda respuesta, o para salirse por la boca o para volverse al estómago.

Así es, en efecto, lo que menos quiere la Patria son cobardes como Sancho, gente incapaz de sacrificarse por los demás…

—¿Qué decís vos a esto, Sancho? —preguntó la duquesa.


—Digo, señora —respondió Sancho—, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.


—Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís —dijo el duque.


—Déjeme vuestra grandeza —respondió Sancho—, que no estoy agora para mirar en sotilezas ni en letras más a menos, porque me tienen tan turbado estos azotes que me han de dar o me tengo de dar, que no sé lo que me digo ni lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcinea del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame «alma de cántaro» y «bestión indómito», con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, aunque no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro, sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más vale un toma que dos te daré? Pues el señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien dice: «bebe con guindas». Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar y a saber pedir y a tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique.


—Pues en verdad, amigo Sancho —dijo el duque—, que si no os ablandáis más que una breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas, ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios! En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado o os han de azotar, o no habéis de ser gobernador.


—Ea, buen Sancho —dijo la duquesa—, buen ánimo y buena correspondencia al pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el sí, hijo, desta azotaina, y váyase el diablo para diablo y el temor para mezquino, que un buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.


Pero pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo, digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se me ponga tasa en los días ni en el tiempo, y yo procuraré salir de la deuda lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la señora doña Dulcinea del Toboso, pues según parece, al revés de lo que yo pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no he de estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en el número, el señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran.

A Sancho, como a nadie, le sirve de nada la verdad.