domingo, 1 de abril de 2012

Una cuestión de banderas


Pon atención, como siempre, al título, amigo:

“Donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felicemente acabada aventura de los leones”.

Es decir, con la felizmente acabada aventura de los leones, se declaró el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote.

Lo he dicho muchas veces, si se trata de interpretar El Quijote, olvídate de la palabrería del loco, de los juicios de algún cuerdo y de las agudezas del gracioso, fíjate en el artificio del autor, en la manera en la que escenifica de modo inequívoco la aventura, que ya nos introducía en el anterior capítulo como la aventura “del carro de las banderas”.

Una escenificación consiste básicamente en hacer acopio por la fuerza impensada del azar de los componentes y datos que necesitamos para que el hecho deseado luego se produzca. Adelante:

Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le vendían y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos, ni en qué traerlos, y por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:

—Dame, amigo, esa celada, que o yo sé poco de aventuras o lo que allí descubro es alguna que me ha de necesitar y me necesita a tomar mis armas.

El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes y no descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote, pero él no le dio crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de ser aventuras y más aventuras, y, así, respondió al hidalgo:

—Hombre apercebido, medio combatido. No se pierde nada en que yo me aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de acometer.

Y volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don Quijote, y sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se la encajó en la cabeza; y como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que dijo a Sancho:

—¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo: sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos.

Calló Sancho y diole un paño, y dio, con él, gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote, y quitóse la celada por ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y, en oliéndolas, dijo:

Si no lo ves, ahora lo verás, como no es una simple broma sino una preparación intencionada. Así que ya tenemos aquí el carro de las banderas por tercera vez, que se nos ha venido acercando. Y aún hace tema de ello preguntando don Quijote qué banderas son estas, sin que, aparentemente, tenga tenga mucho sentido u otra significación esta investigación.

Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:

—¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es este, qué lleváis en él y qué banderas son aquestas?

A lo que respondió el carretero:

—El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro Señor, en señal que aquí va cosa suya.

—¿Y son grandes los leones? —preguntó don Quijote. Etc.

Como seguramente sabes, don Quijote, se bajo del caballo,  por temor a que éste se espantara, y se puso ante la jaula del león macho, cuya puerta fue abierta por el leonero. El león, del que se nos ha informado que va hambriento, se levantó de la siesta, se acercó hasta la puerta, miró a un lado y a otro y se volvió a acostar en el lugar del que antes se había levantado.

Ahora, si el león no ataca a don Quijote, es porque Cervantes le roció primero del suero de los requesones, olor indeseable para el león.

Y lo que nos interesa. Mandó finalmente don Quijote cerrar la puerta al leonero:

Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero alcanzando Sancho a ver la señal del blanco paño, dijo:

—Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama.

Como esta aventura no ha sido entendida hasta el día de hoy, los incontables autores que la tratan encuentran en ella confirmación de que el tema o lección de El Quijote es el que éste mismo ahora expone:

—¿Qué te parece desto, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.

Tras la aventura, el muñeco tiene su propio juicio para justificar su locura.

—¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares o que lo parezcan entretienen y alegran y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes;

La valentía se describe como una forma de sumisión y adulación al poder

Pero sobre todos estos parece mejor un caballero andante que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, solo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante socorriendo a una viuda en algún despoblado que un cortesano caballero requebrando a una doncella en las ciudades.

Valentía y caballerosidad sí, pero por la causa humana. Tal como lo fueron los caballeros andantes reales; los mohistas en la antigua China -que se ponían del lado de los débiles independientemente del estado al que pertenecieran.

                Cervantes, en efecto, no es intelectual, para él las religiones y las ideologías son vacías, las contempla desde el punto de vista de la inteligencia es decir; el solo ve en ellas cómo las fuerzas, incluso si latentes, se alinea o se agrupan; ahí tenemos, por ejemplo, la guerra de los Balcanes, gente que en la comunista Yugoslavia no recordaban ya la religión comenzaron a matarse y a dividir el país según las religiones, algo que realmente no entendían ni ellos mismos, y lo sé por experiencia pues conocí a algunos de ellos en Berlín. Realmente la inteligencia ya se había comenzado a aplicar en España -el estado hegemónico por entonces- en la literatura; la picaresca. El Lazarillo fue, probablemente, obra de Diego de Hurtado, gran militar y diplomático ante Inglaterra y ante la Santa Sede.
Pero Cervantes pone la inteligencia al servicio de la humanidad, por eso no es un pícaro, y por eso ya en la Primera Parte Cervantes utiliza la expresión “bandera blanca de paz” en el momento crucial del encuentro entre Zoraida y el cautivo. Pero, aún más, si vamos a la escenificación de ese mismo episodio que ya había sido producido Cervantes en Los baños de Argel, en esta obra Cervantes no pronuncia el nombre “bandera blanca de paz”, sino que muestra repetidamente la caña con el atadillo blanco saliendo de la ventana de Zoraida sobre los baños en los que se encuentra el cautivo mostrándosela propiamente al público.

                Imagínate, amigo, mi sorpresa; yo llevaba desde que era estudiante universitario a primeros de los ochenta buscando intensamente una posibilidad de convivencia humana, a fin de acabar las guerras y encontrar una solución para que nuestra desdichada especie no tuviera que relacionase más por medio de la amenaza y el homicidio y quizás el suicidio colectivo con las armas modernas y solo tras 15 años de estudio, en el verano del 99, comprendí el potencial de la bandera blanca y encontré en ella mi norte para siempre, en el que estaba cuando releí a Cervantes en 2004 con ocasión de un concurso convocado por la Comunidad de Castilla-La Mancha en el 2005 sobre el Discurso de las Armas y las Letras. Imagínate mi sorpresa cuando me encontré que él también se había identificado con la bandera blanca.

domingo, 25 de marzo de 2012

Que da paso a la aventura del carro de las banderas reales

Ya murió don Quijote, y nosotros no lo vamos a resucitar, simplemente nos hemos permitimos dejar para el final el encuentro del hidalgo loco con el cuerdo.

Don Quijote ha derrotado al de los Espejos y va feliz, aúnque a costa de engañarse a si mismo.
Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dijo:
—¿No es bueno, señor, que aún todavía traigo entre los ojos las desaforadas narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?
—¿Y crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco, y su escudero, Tomé Cecial tu compadre?
—No sé qué me diga a eso —respondió Sancho—, solo sé que las señas que me dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa, y el tono de la habla era todo uno.
—Estemos a razón, Sancho —replicó don Quijote—. Ven acá: ¿en qué consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival o hace él profesión de las armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
—Pues ¿qué diremos, señor —respondió Sancho—, a esto de parecerse tanto aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero, a Tomé Cecial mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?
—Todo es artificio y traza —respondió don Quijote— Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo, porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo.
—Dios sabe la verdad de todo —respondió Sancho.
Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo, pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.
De lo que le sucedió a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha.
En estas razones estaban, cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde…..se pasaba de largo, pero don Quijote le dijo:
—Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
—En verdad —respondió el de la yegua— que no me pasara tan de largo si no fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese caballo.
Como le mira con sorpresa y estupor el del Verde Gabán, se adelanta don Quijote a darle explicaciones sobre quien es:
(….) por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas, he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura; y puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza, ni este escudo ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante, habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a hacerlo, pero de allí a buen espacio le dijo:
—Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo, pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto, que puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo podría quitar, no ha sido así, antes agora que lo sé quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que con esa historia que vuesa merced dice que está impresa de sus altas y verdaderas caballerías se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias.
—Hay mucho que decir —respondió don Quijote— en razón de si son fingidas o no las historias de los andantes caballeros.
—Pues ¿hay quien dude —respondió el Verde— que no son falsas las tales historias?
—Yo lo dudo —respondió don Quijote—, y quédese esto aquí, que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero antes que se divertiesen en otros razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán.
—Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y nonada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo, y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio y con gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas veces.Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
—¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son estos?
—Déjenme besar —respondió Sancho—, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.
—No soy santo —respondió el hidalgo—, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
Le comenta el del Verde que tiene un hijo que, contra su voluntad, solo se interesa por la poesía.
—Yo, señor don Quijote —respondió el hidalgo—, tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy, y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y ocho años; los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y griega, y cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan embebido en la de la poesía (si es que se puede llamar ciencia, que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teología
A todo lo cual respondió don Quijote:
—Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer es como una doncella tierna y de poca edad y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios……. Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas veen honradas y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que con él tenía de ser mentecato. Pero a la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas, y en esto ya volvía a renovar la plática el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don Quijote, cuando alzando don Quijote la cabeza vio que por el camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y creyendo que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los pastores y a toda priesa picó al rucio y llegó donde su amo estaba, a quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.

domingo, 18 de marzo de 2012

Muerte y santidad de don Quijote

Los hermanos Cervantes Saavedra, de regreso a España tras sus campañas por el Mediterráneo, entre las que destaca su participación en la batalla naval de Lepanto, son hechos prisioneros por corsarios argelinos y su libertad puesta a precio. Rodrigo es pronto rescatado, pero, Miguel, que viajaba con una carta de recomendación de Juan de Austria, es considerado una buena pieza y, dada la pobreza de su familia agudizada por el rescate de Rodrigo, pasa cinco años cautivo y con pocas esperanzas de liberación, por lo que lleva a cabo cinco intentos de fuga, aun sabiendo que la pena en estos casos es ser elevado penetrado por un palo. Fracasa en las cinco ocasiones, pero los, supuestamente, cruelísimos argelinos no le tocan un pelo, de modo que, como don Quijote entregó su espíritu, quiero decir, que se murió hermosísimamente. Veamos porqué y cómo murió don Quijote:

“Llego su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba.

Intentan sus amigos animarle considerando que:

(….) la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio. Pero, no por esto dejaba don Quijote sus tristezas.

Llaman, pues, al médico que les dice que es tiempo de cuidar, más bien, la salud del alma, lo que causó el llanto del escudero, ama y sobrina como si ya le tuvieran muerto delante. Pidió don Quijote después que le dejaran dormir y cuando despertó dijo:

Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías.

Casualmente llegaron en ese momento el bachiller el barbero y el cura y les dijo:

—Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino.

Hizo salir a la gente el cura, y quedóse solo con él y confesóle.  Acabóse la confesión y salió el cura diciendo:

—Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.

Y, tras hacerlo, volviéndose a Sancho, le dijo:

—Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.

—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.

Se echa de ver lo mucho que todos le quieren y les es más más caro y urgente que se anime y se recobre que sacarle de la locura, pero, lo de la quijotificación de Sancho está manifiestamente exagerado al objeto, sin duda, de llevar, como siempre la contraria al pobre Cervantes.

—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano (que estaba allí para tomarle sus últimas voluntades).

»Iten, es mi voluntad que si Antonia Quijana mi sobrina quisiere casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas sean libros de caballerías; y en caso que se averiguare que lo sabe y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad.

Cerró con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió.


Finalmente, dice a su pluma.

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva: que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en estos como en los estraños reinos. Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». Vale.

            A ver, no existe inconveniente en que se le rece a don Quijote como proponen los existencialistas, al modo de Unamuno y muchos otros, según y tal como lo expone Frutos Cortés:

Don Quijote está presente, y su presencia, como la de todo ser creado, es contingente, y la contingencia engendra pesimismo y melancolía; pero se eterniza históricamente en el mito y, personalmente, en la muerte. Lo que fracasa en el mundo se consigue en la eternidad.


Muy bien. A estos, en efecto, les valen igual los santos que don Quijote –y a mí también. Pero, a ese santo lo canoniza Cervantes porque condena los libros de caballerías, los libros de la agresión, el homicidio, la matanza…..por eso, en efecto, pueden si, dirigirle sus plegarias y su jaculatorias, pero, es extremadamente injusto, y necio, que se las hagan precisamente como el patrón de los libros de caballería, es decir, de la justificación y apología por parte de las Letras -cine y otras artes incluídos- del homicidio.

domingo, 11 de marzo de 2012

Agüeros y nombres

Hemos ya identificado y definido la figura de nuestro personaje; es plano, sin doblez, toma las palabras literalmente y, por ese motivo, es incapaz de dudar de la efectividad del sacrificio de Sancho a efectos del desencanto de Dulcinea, así cómo de ningún otro de los engaños a los que ha sido sometido en su viaje de ida y vuelta. Pues bien, en el capitulo pasado acababa el sacrificio de Sancho y don Quijote está ya ahora a la espera de verla en cualquier momento. Ésta no aparece, pero, don Quijote no tiene capacidad para entender el engaño “¿Miente, delante de mi ruin villano?” dijo ya a Juan Haldudo en su primera aventura. La mentira es algo que don Quijote no admite, puesto que la realidad se ajusta al concepto, a la palabra. Es preciso entonces recurrir a una revelación sobrenatural que comunique la nueva realidad: el agüero.

“No la has de ver en todos los días de tu vida”, escucha decir.

—¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: «no la has de ver en todos los días de tu vida»?

—Pues bien, ¿qué importa —respondió Sancho— que haya dicho eso el mochacho?

—¿Qué? —replicó don Quijote—. ¿No vees tú que aplicando aquella palabra a mi intención quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?

Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba diciendo:

—¡Malum signum! ¡Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!

Entran, por fin, en su patria chica, pero, es el asno y no el famoso caballero el que más atrae la atención, pues, es el más significado para la ocasión:

Sancho Panza había echado sobre el rucio y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero, la túnica de bocací pintada de llamas de fuego que le vistieron en el castillo del duque la noche que volvió en sí Altisidora; acomodóle también la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con que se vio jamás jumento en el mundo.

Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a ellos con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la coroza del jumento y acudieron a verle, y decían unos a otros:

—Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.

Luego cada mochuelo a su nido. Sancho no viene de gobernador, pero, trae dinero y todos contentos.

—¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís a pie y despeado, y más traéis semejanza de desgobernado que de gobernador?

—Calla, Teresa —respondió Sancho—, que muchas veces donde hay estacas no hay tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas. Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de nadie.

—Traed vos dinero, mi buen marido —dijo Teresa—, y sean ganados por aquí o por allí, que como quiera que los hayáis ganado no habréis hecho usanza nueva en el mundo.

Abrazó Sanchica a su padre y preguntóle si traía algo, que le estaba esperando como el agua de mayo; y asiéndole de un lado del cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don Quijote en la suya en poder de su sobrina y de su ama y en compañía del cura y del bachiller.

Don Quijote de inmediato da cuenta de su vencimiento al bachiller y al cura y los invita a sumarse a sus planes de hacerse pastor para dar rienda suelta a sus amorosos pensamientos, donde "lo principal del negocio estaba hecho", que era ponerse los nombres:

Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su vencimiento y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un átomo, bien así como caballero andante obligado por la puntualidad y orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año pastor y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus compañeros, que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote que él se había de llamar el pastor Quijótiz; y el bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curiambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino.

También a las pastoras

—Y cuando faltaren, darémosles los nombres de las estampadas e impresas, de quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas, Galateas y Belisardas; que pues las venden en las plazas, bien las podemos comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de «Anarda», y si Francisca, la llamaré yo «Francenia», y si Lucía, «Lucinda», que todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofradía, podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de «Teresaina».

Oyólo el ama y dijo:

—¿Y podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que este es ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta años que tengo de edad: estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ánima si mal le fuere.

Los nombres no la impresiones. Las necesidades prácticas se imponen en la vida.

domingo, 4 de marzo de 2012

De cómo Sancho y don Quijote llegaron a su aldea

Es impresionante y desolador como los “creyentes” manipulan El Quijote, Cervantes era tonto, dicen, los seis primeros capítulos los copió del Entremés de los Romances (que, por cierto, se publicó en 1612, más o menos cuando el de Avellaneda –la historia de Bartolo, un loco que quiere ir a combatir a los ingleses), pero lo dice Menéndez Pidal, amigo, así que Cervantes en esa parte no sabía lo que escribía, simplemente, luego, se dio cuenta de la madera del hidalgo y le fue dotando de espíritu caballeresco a su mítico, ejemplar, santo y heroico personaje de la Mancha. Todo esto, cuando Cervantes, de principio a fin, nos muestra al mismo Quijote, simplemente, en la Segunda Parte utiliza el recurso contrario para crear el contraste; en lugar de engañarse a si mismo, le engañan los demás, y, en consecuencia es necesario que, ahora, no le engañen sus mismos sentidos, pero, con todo, en el comienzo de cada uno de los últimos capítulos, como hemos ido viendo, nos recuerda Cervantes que, aún sin apenas protagonizar ya nada, sigue siendo el mismo mentecato -opuesto a discreto- del principio. Por otro lado, Cervantes no lo puede utilizar tampoco al modo tan grotesco del de Avellaneda y, como está dicho, le interesan más los otros personajes, entre estos, Sancho, que no se “quijotiza”, pues ya nos aparece “quijotizado” –sabe hablar, como don Quijote- desde el principio de la Segunda Parte, tal como vemos en el diálogo con su mujer, y Cervantes nos lo advierte entonces por activa y por pasiva muy consciente de su plan para él en toda la Segunda Parte.

Basta ya de los creyentes, a los que tengo muchas ganas y, por eso, me callo. Si los he mencionado es solo para decir que no se dan cuenta que ellos mismo hacen lo que Cervantes ahora con Tarfe –no tanto para criticar al de Avellaneda ¿Dónde está la crítica?- como todos estos suponen, sino para abundar en uno de los asuntos claves del libro al presentarnos su visión de la realidad, pues, es a la realidad a la que hemos de referir El Quijote. O, si queremos, cómo dice Vargas Llosa que es el tema de El Quijote,  a la ficción, así, para dejarlo claro; si yo digo ¡Amanda! a mi hija, puedo significar que venga o, por el contrario, que me deje en paz. Es el contexto lo que da sentido a las palabras y, por ese motivo, cuando hablamos sin contexto y nos referimos a referencias, la cultura, estamos en el vacío; no es que las palabras o las letras sean propiamente vacías, sino que su sentido solo puede alcanzarse en relación a un contexto real, de otro modo, podemos manipularlas a nuestro antojo; podemos coger a Tarfe y ponerle en la boca lo que nos venga en gana, por ejemplo, que el otro Quijote era calvo, pero que no se molestó el autor apócrifo en dárnoslo a saber.

Todo aquel día esperando la noche estuvieron en aquel lugar y mesón….Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía: —Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.
—Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe.
—Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
—El mismo soy —respondió el caballero—, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o a lo menos le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo por ser demasiadamente atrevido.
—Y dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
—No, por cierto —respondió el huésped—, en ninguna manera.
—Y ese don Quijote —dijo el nuestro— ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
—Sí traía —respondió don Álvaro—; y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
—Eso creo yo muy bien —dijo a esta sazón Sancho—, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y, si no, haga vuestra merced la experiencia y ándese tras de mí por lo menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo: todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
—¡Por Dios que lo creo —respondió don Álvaro—, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga, que osaré yo jurar que le dejo metido en la Casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del mío.
—Yo —dijo don Quijote— no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo. Para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza, antes por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas desa ciudad no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira, y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció.

Que don Quijote hable muy bien, y tenga una vastísima cultura, no impide que sea un mentecato.

—Eso haré yo de muy buena gana —respondió don Álvaro—, puesto que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado.

Tal como pedía don Quijote, Cervantes no solo hace llover en verano –aunque lluvia fina- se permite, incluso, que llegue en ese momento al mesón el alcalde del pueblo con un escribano, que podía haber hecho llegar también al mismo Carlos V, pero no, eso sería poca cosa; le hace firmar a Tarfe una declaración…… ¿Podrá Dios menos…que es omnipotente y omnipresente?

Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.

Echo de menos un sello real, o alguna garantía de los Estados Unidos de América. Fuese Tarfe y don Quijote:

aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima.

No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta y halló que con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve. Parece que había madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente.

Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora; y siguiendo su camino no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín.

Así es que las palabras vacías suelen ir acompañadas de las promesas de unos y de las esperanzas en otros –aquí el desencanto de Dulcinea, y una declaración por escrito tiene de bueno que sirve de prueba ante el juez.

Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:

—Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.

domingo, 26 de febrero de 2012

Curso apresurado de filosofía china

Sin que Cervantes lo supiera ni imaginara, se libra en este capítulo el tema de nuestro tiempo. Comienza éste capítulo como los otros; don Quijote, representante de la cultura occidental, cree literalmente todo lo que se le dice, parte de modelos platónicos y de los fines aristotélicos, que si bien han deparado la técnica y así también el dominio de la naturaleza y sobre los otros hombres dada la enorme capacidad de sus armas, es un pensamiento realmente inadecuado para la indeterminación que caracteriza las relaciones humanas. Mientras que Sancho es analfabeto e ignorante de la cultura, su mente es flexible, atento a la evolución de sus circunstancias para vincularlas a lo que le interesa, apropiarse de lo que pueda. Como el pensamiento chino. Cervantes aporta a Occidente una nueva manera de pensar, quizás ya iniciada por la picaresca, posiblemente producto de su experiencia en el extranjero y militar, tal como le sucede al pensamiento chino cuya filosofía surge como diálogo con El arte de la guerra. Veámoslo:

Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento, y la alegría, el considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurrección de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las camisas; y yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:

—En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que antes que le cure me han de untar las mías, que el abad de donde canta yanta, y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bóbilis, bóbilis.

—Tú tienes razón, Sancho amigo —respondió don Quijote—, y halo hecho muy mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y puesto que tu virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como buena, pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego y págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.

A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo y dio consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana, y dijo a su amo:

—Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mío, que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame vuestra merced cuánto me dará por cada azote que me diere.

Correcto, amigo Sancho. Mentecatos los que te critican. Echa la cuenta Sancho con mucha gracia. Y aún le añade el generoso don Quijote 100 reales con lo que queda muy contento Sancho. Pero aún nos manifiesta una vez más la flexibilidad de su mente, frente a la de don Quijote, la “metis” griega, o astucia, incluso, picaresca entre nosotros (don Quijote es el creyente o interlocutor del pícaro); no por haber cerrado un contrato un chino va a desaprovechar una ventaja si ésta queda a la mano más adelante. La mente sigue siembre actgiva y abierta.

Desnudose luego de medio cuerpo arriba y, arrebatando el cordel, comenzó a darse, y comenzó don Quijote a contar los azotes. Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo a su amo que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquellos ser pagado a medio real, no que a cuartillo.

—Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes —le dijo don Quijote—, que yo doblo la parada del precio.

—Dese modo —dijo Sancho—, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!

 Y aún, una vez más, es capaz de mejorarse el trato, sobra decir, sin haberlo planeado.

Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas y daba en los árboles, con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le acabase la vida y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le dijo:

—No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los límites de la esperanza propincua y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este negocio a gusto de todos.

—Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así —respondió Sancho—, sea en buena hora, y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría resfriarme, que los nuevos diciplinantes corren este peligro.

No puede Cervantes dejar de acordarse de los disciplinantes también en esta Segunda Parte que, no pudiendo ser en menoscabo de los de su patria, ha de referir a los masoquistas chiitas o, en general, a los musulmanes dándose con la cabeza en el suelo.

Pero, a diferencia de don Quijote, que no admite la mentira, Cervantes la comete:

Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza, que después que le vencieron con más juicio en todas las cosas discurría, como agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar sobre una fragata o bergantín se iba huyendo. Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:

—Estas dos señoras fueron desdichadísimas por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias.

Don Quijote, que se cree personaje literario, no tiene inconveniente imaginar todo aquello que pudiera darle más fama, a base de hacer el “bien”, claro. Y la mentira: ¿Dónde “discurría con mejor juicio”? Si acaso, por fuerza ha de referirse a lo que sigue:

—Yo apostaré —dijo Sancho— que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a estas.

—Tienes razón, Sancho —dijo don Quijote—, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda, que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Este es gallo», porque no pensasen que era zorra. Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de repente a cuanto le preguntaban, y preguntándole uno que qué quería decir «Deum de Deo», respondió: «Dé donde diere».

Cervantes también a lo suyo. Y Sancho a lo nuestro:

(….) quisiera concluir con brevedad aquel negocio (de los azotes), a sangre caliente y cuando estaba picado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más valía un toma que dos te daré, y el pájaro en la mano que el buitre volando.

—No más refranes, Sancho, por un solo Dios —dijo don Quijote—, que parece que te vuelves al sicut erat: habla a lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y verás como te vale un pan por ciento.

—No sé qué mala ventura es esta mía —respondió Sancho—, que no sé decir razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo me emendaré si pudiere.

Los refranes son dichos populares de las leyes del sentido común y las relaciones de poder, también reflejan el tipo de sabiduría china, imagen que don Quijote no quiere admitir en su falso mundo, aunque lo hace.

domingo, 19 de febrero de 2012

Que trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia

—¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.

De las palabras de don Quijote deducimos que, como es habitual en él, se cree la muerte de Altisidora y más; a socaire de ello es interesante notar como tendemos a creer en el mismo lenguaje metafórico de los poetas, al sostener que ha sido muerta por el rigor y desdén de su amado y no por instrumentos bélicos ni venenos mortíferos.

—Muriérase ella enhorabuena cuanto quisiera y como quisiera —respondió Sancho— y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora, doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sé librar. Con todo esto, suplico a vuestra merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por una ventana abajo.


De las palabras de Sancho, sin embargo, no podemos deducir que crea que ha muerto, pues su distanciamiento, “muérase ella enhorabuena cuanto quisiera y como quisiera”, nos manifiesta que aún, quizás, sin tener respuesta, sabe, como muchos casos requieren, ponerlo en el paréntesis de “lo inexplicado por ahora”, recurso que todos poseemos. Y esa ‘suspensión’ es válida para negarse a aceptar que exista una relación causa efecto entre su martirio y la resurrección de aquella, por lo que “debe haber encantadores en el mundo”, del que Dios le libre.

Interviene entonces el autor, encantador o manipulador acreditado, como es habitual, para poner a los hechos, y los encantadores si lo fueran, en claro:

Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar el edificio de la máquina referida.


Sansón siguió la pista del paje que los duques enviaron a la mujer de Sancho hasta éstos, los cuales le contaron

(….) cómo la duquesa había dado a entender a Sancho que él era el que se engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea, de que no poco se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote”.


Raro es que Sancho crea en que Dulcinea estuviera encantada, pues Sancho ya sabe que Dulcinea no existe, pero si es seguro que dio a entender a la duquesa que se lo creía y ella, en efecto, se lo creyó. Las relaciones humanas, a diferencia de la naturaleza y los objetos, tienen esta condición ineludible de indeterminación, algo que queda al centro del pensamiento chino en contraste con el pensamiento idealista occidental.

Sansón a su regreso informa al duque de la derrota de don Quijote y de su regreso a la aldea y

(….) de aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla;… así como tuvo noticia de su llegada mandó encender las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo, con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo y tan bien hechos, que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.

Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos. 

En que mal puesto deja el autor arábigo los rituales de Confucio….

Volvemos a la historia ya de mañana, cuando acudió Altisidora a visitar a nuestros héroes:

Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:

—Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la honra y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una destas, apretada, vencida y enamorada, pero, con todo esto, sufrida y honesta: tanto, que por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has tratado.

Esa indeterminación que caracteriza las relaciones humanas se manifiesta en la conocida  semejanza entre el amor y en la guerra; declarar el amante su amor es lo mismo que descubrir el combatiente donde es vulnerable. Por eso toda la literatura china trata de eso; en la política interna o en la diplomacia se trata de identificar la pasión o motivos del otro para manipularle.

¿Qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero, preguntó a Altisidora Sancho.

—La verdad que os diga —respondió Altisidora—, yo no debí de morir del todo, pues no entré en el infierno, que si allá entrara, una por una no pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota; les servían, en lugar de pelotas, libros, al parecer llenos de viento y de borra, cosa maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se maldecían.

—Eso no es maravilla —respondió Sancho—, porque los diablos, jueguen o no jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.

Es lo que tiene oficiar la condena.

A uno de los libros, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo, que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: «Mirad qué libro es ese». Y el diablo le respondió: «Esta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas». «Quitádmele de ahí —respondió el otro diablo— y metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos.» «¿Tan malo es? —respondió el otro.» «Tan malo —replicó el primero—, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara.» Prosiguieron su juego, peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta visión.


Que casualidad, ¡caramba!

—Visión debió de ser, sin duda —dijo don Quijote—, porque no hay otro yo en el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no será muy largo el camino.

Bien cerca nos pone Cide Hamete la fingida muerte de Altisidora con la verdadera de don Quijote para que nos valga por lo que no se entretuvo en contarnos luego; –en el Cielo se servían de él los sonrientes ángeles para hacer equilibrios poniéndole sobre sus cabezas.

—Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos que remediados: yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados (si los hubiera) me dedicaron para ella, y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente desengaño es este para que os retiréis en los límites de vuestra honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.

Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:

—¡Vive el señor don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido, que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme.

—Eso creo yo muy bien —dijo Sancho—, que esto del morirse los enamorados es cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.

Y este punto nos aclara la historia; podemos preguntarnos, ¿estaba enamorada Altisidora de don Quijote?, con ‘enamorada’ pretendemos fijar lo que no es fijable como intentamos con las relaciones humanas con lo justo, lo correcto, bondadoso, etc.; posiblemente quiso ver si se interesaba por ella y fingió, sintió algo y ahora, rechazada ella, vencido y derrotado él, no le interesa…, aunque la manifestación se produce como reacción; cuando se ha sentido mal juzgada.

En esto, entró el músico, que dijo contarse entre los fans de las hazañas y fingimientos de don Quijote, y después los duques. La duquesa le preguntó a don Quijote por Altisidora:

—Señora mía, sepa vuestra señoría que todo el mal desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha dicho aquí que se usan randas en el infierno, y pues ella las debe de saber hacer, no las deje de la mano, que ocupada en menear los palillos no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien quiere; y esta es la verdad, este mi parecer y este es mi consejo.

—Y el mío —añadió Sancho—, pues no he visto en toda mi vida randera que por amor se haya muerto, que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues mientras estoy cavando no me acuerdo de mi oíslo, digo, de mi Teresa Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.

Este consejo, tanto de don Quijote, como de Sancho, nos descubre también la psicología humana; no son las palabras o pensamientos condenatorios sobre una actividad si fuera ‘viciosa’ , una tal que se caracteriza precisamente por el vínculo que establece el pensamiento y el recuerdo de su efecto en el cuerpo, como el alcohol, el tabaco, el sexo, etc., los que nos pueden liberar de ella, sino que al contrario, nos la fomentan y llevan a cometerla. Con lo que la solución es precisamente evitar el pensamiento de ella. Precisamente el autor nos pedía en su Prólogo que usásemos el sentido común, que no partiésemos con ideas (sobra decir, predeterminadas), así por ejemplo, no todo lo que dice el loco es para ser ridiculizado, también Cervantes puede hablar por él, como lo confirma que le de la razón Sancho, y, en efecto, también se puede rezar para apartar los pensamientos del vicio. Y también entendemos así como alguien puede ser vulnerable.

Altisidora aclara que no hace falta tomar medidas pues la realidad es que le aborrece sinceramente. A esto también dice el duque

Porque aquel que dice injurias,

cerca está de perdonar.

Expresión que, abundando en la misma línea de razonamientos, nos manifiesta también como las palabras sirven más para ocultar que para desvelar.