Iba el vencido y asendereado don
Quijote pensativo además por una parte y muy alegre por otra. Causaba su
tristeza el vencimiento, y la alegría, el considerar en la virtud de Sancho,
como lo había mostrado en la resurrección de Altisidora, aunque con algún
escrúpulo se persuadía a que la enamorada doncella fuese muerta de veras. No
iba nada Sancho alegre, porque le entristecía ver que Altisidora no le había
cumplido la palabra de darle las camisas; y yendo y viniendo en esto, dijo a su
amo:
—En verdad, señor, que soy el
más desgraciado médico que se debe de hallar en el mundo, en el cual hay
físicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo,
que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace
él, sino el boticario, y cátalo cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta
gotas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite.
Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que
antes que le cure me han de untar las mías, que el abad de donde canta yanta, y
no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la
comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
—Tú tienes razón, Sancho amigo
—respondió don Quijote—, y halo hecho muy mal Altisidora en no haberte dado las
prometidas camisas; y puesto que tu virtud es gratis data, que no te ha costado
estudio alguno, más que estudio es recebir martirios en tu persona. De mí te sé
decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la
hubiera dado tal como buena, pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y
no querría que impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que
no se perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego y
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió
Sancho los ojos y las orejas de un palmo y dio consentimiento en su corazón a
azotarse de buena gana, y dijo a su amo:
—Agora bien, señor, yo quiero
disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mío, que
el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame
vuestra merced cuánto me dará por cada azote que me diere.
Correcto, amigo Sancho. Mentecatos los que te critican. Echa
la cuenta Sancho con mucha gracia. Y aún le añade el generoso don Quijote 100
reales con lo que queda muy contento Sancho. Pero aún nos manifiesta una vez
más la flexibilidad de su mente, frente a la de don Quijote, la “metis” griega,
o astucia, incluso, picaresca entre nosotros (don Quijote es el creyente o interlocutor del pícaro); no por haber cerrado un contrato
un chino va a desaprovechar una ventaja si ésta queda a la mano más adelante.
La mente sigue siembre actgiva y abierta.
Desnudose luego de medio cuerpo
arriba y, arrebatando el cordel, comenzó a darse, y comenzó don Quijote a
contar los azotes. Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció
ser pesada la burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo
a su amo que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquellos ser
pagado a medio real, no que a cuartillo.
—Prosigue, Sancho amigo, y no
desmayes —le dijo don Quijote—, que yo doblo la parada del precio.
—Dese modo —dijo Sancho—, ¡a la
mano de Dios, y lluevan azotes!
Y aún, una vez más, es
capaz de mejorarse el trato, sobra decir, sin haberlo planeado.
Pero el socarrón dejó de dárselos
en las espaldas y daba en los árboles, con unos suspiros de cuando en cuando,
que parecía que con cada uno dellos se le arrancaba el alma. Tierna la de don
Quijote, temeroso de que no se le acabase la vida y no consiguiese su deseo por
la imprudencia de Sancho, le dijo:
—No permita la suerte, Sancho amigo,
que por el gusto mío pierdas tú la vida que ha de servir para sustentar a tu
mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en
los límites de la esperanza propincua y esperaré que cobres fuerzas nuevas,
para que se concluya este negocio a gusto de todos.
—Pues vuestra merced, señor mío,
lo quiere así —respondió Sancho—, sea en buena hora, y écheme su ferreruelo
sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría resfriarme, que los nuevos
diciplinantes corren este peligro.
No puede Cervantes dejar de acordarse de los disciplinantes
también en esta Segunda Parte que, no pudiendo ser en menoscabo de los de su patria,
ha de referir a los masoquistas chiitas o, en general, a los musulmanes dándose
con la cabeza en el suelo.
Pero, a diferencia de don Quijote, que no admite la mentira,
Cervantes la comete:
Apeáronse en un mesón, que por
tal le reconoció don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres,
rastrillos y puente levadiza, que después que le vencieron con más juicio en
todas las cosas discurría, como agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a
quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las
aldeas. En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando
el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido
y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía de señas con una media
sábana al fugitivo huésped, que por el mar sobre una fragata o bergantín se iba
huyendo. Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se
reía a socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas
del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:
—Estas dos señoras fueron desdichadísimas
por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido
en la suya: encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni
Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran tantas
desgracias.
Don Quijote, que se cree personaje literario, no tiene
inconveniente imaginar todo aquello que pudiera darle más fama, a base de hacer
el “bien”, claro. Y la mentira: ¿Dónde “discurría con mejor juicio”? Si acaso,
por fuerza ha de referirse a lo que sigue:
—Yo apostaré —dijo Sancho— que
antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de
barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo
que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a estas.
—Tienes razón, Sancho —dijo don
Quijote—, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda,
que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por
ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Este es gallo», porque no pensasen
que era zorra. Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o
escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote
que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta
que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de
repente a cuanto le preguntaban, y preguntándole uno que qué quería decir «Deum
de Deo», respondió: «Dé donde diere».
Cervantes también a lo suyo. Y Sancho a lo nuestro:
(….) quisiera concluir con
brevedad aquel negocio (de los azotes), a sangre caliente y cuando estaba
picado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro, y
a Dios rogando y con el mazo dando, y que más valía un toma que dos te daré, y
el pájaro en la mano que el buitre volando.
—No más refranes, Sancho, por un
solo Dios —dijo don Quijote—, que parece que te vuelves al sicut erat: habla a
lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y verás
como te vale un pan por ciento.
—No sé qué mala ventura es esta
mía —respondió Sancho—, que no sé decir razón sin refrán, ni refrán que no me
parezca razón; pero yo me emendaré si pudiere.
Los refranes son dichos populares de las leyes del sentido
común y las relaciones de poder, también reflejan el tipo de sabiduría china,
imagen que don Quijote no quiere admitir en su falso mundo, aunque lo hace.
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