domingo, 26 de febrero de 2012

Curso apresurado de filosofía china

Sin que Cervantes lo supiera ni imaginara, se libra en este capítulo el tema de nuestro tiempo. Comienza éste capítulo como los otros; don Quijote, representante de la cultura occidental, cree literalmente todo lo que se le dice, parte de modelos platónicos y de los fines aristotélicos, que si bien han deparado la técnica y así también el dominio de la naturaleza y sobre los otros hombres dada la enorme capacidad de sus armas, es un pensamiento realmente inadecuado para la indeterminación que caracteriza las relaciones humanas. Mientras que Sancho es analfabeto e ignorante de la cultura, su mente es flexible, atento a la evolución de sus circunstancias para vincularlas a lo que le interesa, apropiarse de lo que pueda. Como el pensamiento chino. Cervantes aporta a Occidente una nueva manera de pensar, quizás ya iniciada por la picaresca, posiblemente producto de su experiencia en el extranjero y militar, tal como le sucede al pensamiento chino cuya filosofía surge como diálogo con El arte de la guerra. Veámoslo:

Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento, y la alegría, el considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurrección de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las camisas; y yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:

—En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que antes que le cure me han de untar las mías, que el abad de donde canta yanta, y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bóbilis, bóbilis.

—Tú tienes razón, Sancho amigo —respondió don Quijote—, y halo hecho muy mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y puesto que tu virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como buena, pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego y págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.

A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo y dio consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana, y dijo a su amo:

—Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mío, que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame vuestra merced cuánto me dará por cada azote que me diere.

Correcto, amigo Sancho. Mentecatos los que te critican. Echa la cuenta Sancho con mucha gracia. Y aún le añade el generoso don Quijote 100 reales con lo que queda muy contento Sancho. Pero aún nos manifiesta una vez más la flexibilidad de su mente, frente a la de don Quijote, la “metis” griega, o astucia, incluso, picaresca entre nosotros (don Quijote es el creyente o interlocutor del pícaro); no por haber cerrado un contrato un chino va a desaprovechar una ventaja si ésta queda a la mano más adelante. La mente sigue siembre actgiva y abierta.

Desnudose luego de medio cuerpo arriba y, arrebatando el cordel, comenzó a darse, y comenzó don Quijote a contar los azotes. Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo a su amo que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquellos ser pagado a medio real, no que a cuartillo.

—Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes —le dijo don Quijote—, que yo doblo la parada del precio.

—Dese modo —dijo Sancho—, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!

 Y aún, una vez más, es capaz de mejorarse el trato, sobra decir, sin haberlo planeado.

Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas y daba en los árboles, con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le acabase la vida y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le dijo:

—No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los límites de la esperanza propincua y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este negocio a gusto de todos.

—Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así —respondió Sancho—, sea en buena hora, y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría resfriarme, que los nuevos diciplinantes corren este peligro.

No puede Cervantes dejar de acordarse de los disciplinantes también en esta Segunda Parte que, no pudiendo ser en menoscabo de los de su patria, ha de referir a los masoquistas chiitas o, en general, a los musulmanes dándose con la cabeza en el suelo.

Pero, a diferencia de don Quijote, que no admite la mentira, Cervantes la comete:

Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza, que después que le vencieron con más juicio en todas las cosas discurría, como agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar sobre una fragata o bergantín se iba huyendo. Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:

—Estas dos señoras fueron desdichadísimas por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias.

Don Quijote, que se cree personaje literario, no tiene inconveniente imaginar todo aquello que pudiera darle más fama, a base de hacer el “bien”, claro. Y la mentira: ¿Dónde “discurría con mejor juicio”? Si acaso, por fuerza ha de referirse a lo que sigue:

—Yo apostaré —dijo Sancho— que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a estas.

—Tienes razón, Sancho —dijo don Quijote—, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda, que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Este es gallo», porque no pensasen que era zorra. Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de repente a cuanto le preguntaban, y preguntándole uno que qué quería decir «Deum de Deo», respondió: «Dé donde diere».

Cervantes también a lo suyo. Y Sancho a lo nuestro:

(….) quisiera concluir con brevedad aquel negocio (de los azotes), a sangre caliente y cuando estaba picado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más valía un toma que dos te daré, y el pájaro en la mano que el buitre volando.

—No más refranes, Sancho, por un solo Dios —dijo don Quijote—, que parece que te vuelves al sicut erat: habla a lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y verás como te vale un pan por ciento.

—No sé qué mala ventura es esta mía —respondió Sancho—, que no sé decir razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo me emendaré si pudiere.

Los refranes son dichos populares de las leyes del sentido común y las relaciones de poder, también reflejan el tipo de sabiduría china, imagen que don Quijote no quiere admitir en su falso mundo, aunque lo hace.

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