domingo, 4 de marzo de 2012

De cómo Sancho y don Quijote llegaron a su aldea

Es impresionante y desolador como los “creyentes” manipulan El Quijote, Cervantes era tonto, dicen, los seis primeros capítulos los copió del Entremés de los Romances (que, por cierto, se publicó en 1612, más o menos cuando el de Avellaneda –la historia de Bartolo, un loco que quiere ir a combatir a los ingleses), pero lo dice Menéndez Pidal, amigo, así que Cervantes en esa parte no sabía lo que escribía, simplemente, luego, se dio cuenta de la madera del hidalgo y le fue dotando de espíritu caballeresco a su mítico, ejemplar, santo y heroico personaje de la Mancha. Todo esto, cuando Cervantes, de principio a fin, nos muestra al mismo Quijote, simplemente, en la Segunda Parte utiliza el recurso contrario para crear el contraste; en lugar de engañarse a si mismo, le engañan los demás, y, en consecuencia es necesario que, ahora, no le engañen sus mismos sentidos, pero, con todo, en el comienzo de cada uno de los últimos capítulos, como hemos ido viendo, nos recuerda Cervantes que, aún sin apenas protagonizar ya nada, sigue siendo el mismo mentecato -opuesto a discreto- del principio. Por otro lado, Cervantes no lo puede utilizar tampoco al modo tan grotesco del de Avellaneda y, como está dicho, le interesan más los otros personajes, entre estos, Sancho, que no se “quijotiza”, pues ya nos aparece “quijotizado” –sabe hablar, como don Quijote- desde el principio de la Segunda Parte, tal como vemos en el diálogo con su mujer, y Cervantes nos lo advierte entonces por activa y por pasiva muy consciente de su plan para él en toda la Segunda Parte.

Basta ya de los creyentes, a los que tengo muchas ganas y, por eso, me callo. Si los he mencionado es solo para decir que no se dan cuenta que ellos mismo hacen lo que Cervantes ahora con Tarfe –no tanto para criticar al de Avellaneda ¿Dónde está la crítica?- como todos estos suponen, sino para abundar en uno de los asuntos claves del libro al presentarnos su visión de la realidad, pues, es a la realidad a la que hemos de referir El Quijote. O, si queremos, cómo dice Vargas Llosa que es el tema de El Quijote,  a la ficción, así, para dejarlo claro; si yo digo ¡Amanda! a mi hija, puedo significar que venga o, por el contrario, que me deje en paz. Es el contexto lo que da sentido a las palabras y, por ese motivo, cuando hablamos sin contexto y nos referimos a referencias, la cultura, estamos en el vacío; no es que las palabras o las letras sean propiamente vacías, sino que su sentido solo puede alcanzarse en relación a un contexto real, de otro modo, podemos manipularlas a nuestro antojo; podemos coger a Tarfe y ponerle en la boca lo que nos venga en gana, por ejemplo, que el otro Quijote era calvo, pero que no se molestó el autor apócrifo en dárnoslo a saber.

Todo aquel día esperando la noche estuvieron en aquel lugar y mesón….Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía: —Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.
—Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe.
—Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
—El mismo soy —respondió el caballero—, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o a lo menos le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo por ser demasiadamente atrevido.
—Y dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
—No, por cierto —respondió el huésped—, en ninguna manera.
—Y ese don Quijote —dijo el nuestro— ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
—Sí traía —respondió don Álvaro—; y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
—Eso creo yo muy bien —dijo a esta sazón Sancho—, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y, si no, haga vuestra merced la experiencia y ándese tras de mí por lo menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo: todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
—¡Por Dios que lo creo —respondió don Álvaro—, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga, que osaré yo jurar que le dejo metido en la Casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del mío.
—Yo —dijo don Quijote— no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo. Para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza, antes por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas desa ciudad no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira, y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció.

Que don Quijote hable muy bien, y tenga una vastísima cultura, no impide que sea un mentecato.

—Eso haré yo de muy buena gana —respondió don Álvaro—, puesto que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado.

Tal como pedía don Quijote, Cervantes no solo hace llover en verano –aunque lluvia fina- se permite, incluso, que llegue en ese momento al mesón el alcalde del pueblo con un escribano, que podía haber hecho llegar también al mismo Carlos V, pero no, eso sería poca cosa; le hace firmar a Tarfe una declaración…… ¿Podrá Dios menos…que es omnipotente y omnipresente?

Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.

Echo de menos un sello real, o alguna garantía de los Estados Unidos de América. Fuese Tarfe y don Quijote:

aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima.

No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta y halló que con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve. Parece que había madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente.

Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora; y siguiendo su camino no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín.

Así es que las palabras vacías suelen ir acompañadas de las promesas de unos y de las esperanzas en otros –aquí el desencanto de Dulcinea, y una declaración por escrito tiene de bueno que sirve de prueba ante el juez.

Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:

—Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.

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