miércoles, 12 de octubre de 2011

Teresa

Dije de pasada que el personaje más discreto del Quijote es la mujer de Sancho, Teresa Cascajo.

Gracias que murió ya Cervantes para no llevarme la contraria, pues tan cara le es que no permite a nadie que se apropie de ella, siquiera fuera con un nombre:

Cuando don Quijote encuentra el Quijote de Avellaneda, lo echa un vistazo y enseguida le encuentra tres errores y señala que la tercera falta que le encuentra y “más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutierrez, y no llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerre en todas las demás de esta historia”.

El fin de la Primera Parte es un diálogo entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, según se escribe en él dos veces de ésta con ése nombre, sin embargo, en el capítulo VII de la Primera Parte, cuando se nos presenta a Sancho y sale con su amo del pueblo en su primer diálogo dice Sancho de su deseo de ser gobernador pero que no ve a su mujer, Mari Gutierrez, de reina o condesa.

Dije antes en algún lugar de estos posts que dejaba para más tarde el comentario al capítulo V titulado: “De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación”, que contrasta con el título del capítulo III que trata del “ridículo razonamiento” de don Quijote, Sancho y el bachiller. El capítulo VII comienza con la advertencia del traductor que pudiera ser apócrifo por ver a Sancho expresarse tan sutilmente. Y así se lo dice Teresa:

Mirad, Sancho —replicó Teresa—, después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.

Y luego también añade:

—Bien creo yo, marido —replicó Teresa—, que los escuderos andantes no comen el pan de balde, y, así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de tanta mala ventura.

—Yo os digo, mujer —respondió Sancho—, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.

—Eso no, marido mío —dijo Teresa—, viva la gallina, aunque sea con su pepita, vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido hasta ahora y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como esos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho, si por ventura os viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos: que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierno, y en fin, en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada.

—A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla «señoría».

—Eso no, Sancho —respondió Teresa—: casadla con su igual, que es lo más acertado; no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.

—Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa—, no os queráis alzar a mayores y advertid al refrán que dice: «Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa». ¡Por cierto que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que cuando se le antojase la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo, que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos y sé que no mira de mal ojo a la mochacha; y con este, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan ni ella se entienda.

Temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. «Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos». Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto, que mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.

—¿Sabéis por qué, marido?. Por el refrán que dice: «¡Quien te cubre, te descubre!». Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allí es el murmurar y el maldecir y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas.

No os pongáis a disputar, marido, conmigo —respondió Teresa—: yo hablo como Dios es servido y no me meto en más dibujos. Y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.

El día que yo la viere condesa, ese haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.

Y en esto comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su partida.

Llega ahora Dulcinea al pueblo:

Salió Teresa Panza. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo:

—¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es este?

—Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza —respondió el paje.

Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:

—Déme vuestra merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ínsula Barataria.

—¡Ay, señor mío, quítese de ahí, no haga eso —respondió Teresa—, que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!

—Así es la verdad —respondió el paje—, que por respeto del señor don Quijote es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como se verá por esta carta.

—Léamela vuesa merced, señor gentilhombre —dijo Teresa—, porque, aunque yo sé hilar, no sé leer migaja.

—No hay para qué se llame a nadie, que yo no sé hilar, pero sé leer y la leeré.

—¡Ay —dijo Teresa en oyendo la carta—, y qué buena y qué llana y qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me llama amiga y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el más alto campanario que hay en la Mancha.


Busca y encuentra Sanchica al barbero, al cura y al bachiller:

—¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!

—¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son estas y qué papeles son esos?

—No es otra la locura sino que estas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos las avemarías, y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.

—Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al uso y de los mejores que hubiere, que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me enojo me tengo de ir a esa corte y echar un coche como todas, que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.

Todas estas venturas, y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija, como no para hasta hacerme condesa, que todo es comenzar a ser venturosas. Y como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale; y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva, envásala. ¡No, sino dormíos y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa!

Este señor está en lo cierto, que tal el tiempo, tal el tiento: cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, señora, y no sé si diga algo”.

Teresa queda llorando en el capítulo VII porque Sancho va en busca de una ínsula que gobernar, ahora ríe y se alegra por haberla encontrado. Y es que sus argumentos eran más que ‘en sí’, propicios para la ocasión como ella misma dice “tal tiempo, tal tiento”, al ver el poco juicio de Sancho. Ahora, por arte de magia, y ante pruebas; la carta, la sarta de perlas, Dulcinea, la ropa verde de Sancho…, ve a su marido hecho gobernador, se adapta, se prepara para la ocasión y se alegra cuanto puede. A la vista de esto, cuando llegue Sancho, ya sin gobierno, aunque con buenos ducados y pollinos, también encontrará razones para alegrarse y animarse.


Es ella como Cervantes; libre para liberar contradiciéndose. Se adapta a la circunstancia como un espíritu; sin lastre material alguno como don Quijote, quien también es puro espíritu, pero a fuerza de ser loco.

Las interpretaciones del Quijote se nos manifiestan en todo su terrible error frente al discurso de Teresa, el sentido común frente al desvarío del caballero andante. El loco, al que ni por esas debemos nunca perdonar, como no lo hace Cervantes, sale a imponer, a forzar a los demás Dios sabe qué diablos y su discurso de loco peligroso es aplaudido, sin embargo, por los jerifaltes –como se cuida Cervantes de mencionarlo, para que el discreto entienda la diferencia entre lo bueno y lo correcto políticamente. Don Quijote defiende la escala y el sistema de predominio social; la esclavitud. Don Quijote sabe quién es, quien quiere ser, tiene un proyecto de vida en común, un horizonte, dicen, lo contrario a Teresa, dirían. Pero Teresa también tiene un horizonte, el de Cervantes, el mío, uno de no hacer cumplir nada a nadie –ese tiempo ha de llegar, está ya llegando. El horizonte de don Quijote no es poético; es a fin de cuentas el de todos los que en el mundo han sido; el de la escalada social, el mayor acceso posible al poder. ¿Acaso la falta de ese horizonte es falta de interés de Teresa en todo lo que sea la mejora de los suyos? En absoluto, ella reconocerá la oportunidad y la agarrará allí donde la haya, pero también tiene su horizonte, nacido de su mismo sentido común y por eso apenas perceptible, que es la igualdad de todos como así repetidamente lo propone, y así actúa, inhibiéndose de litigar de linajes, escalas. Y solo el horizonte de Teresa puede tener y tiene futuro, el de don Quijote es efímero y está ya condenado aunque se le siga por defecto inútilmente buscando la gracia politicamente.

Por si acaso luego olvidamos comentar, en el tráfago y ruido de lo público, su carta a Sancho, citamos su despedida: “Dios te guarde más años que a mí, o tantos; porque no quisiera dejarte sin mí en este mundo.” Esta si es la mejor carta de amor de la literatura castellana.

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