sábado, 8 de octubre de 2011

Dos casos

Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo, del duque, se burlaban de Sancho




Hasta aquí llega nuestra paciencia con el “gran gobernador”. Todo esto es una fea mentira; por supuesto que a un gobernador no le importuna un negociante como le sucedió a Sancho; era una burla más de los duques que se molestaron en hacerla para nuestro entretenimiento y para que les tengamos compasión.

—Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser o han de ser de bronce para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo solo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es aquel el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes.


Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban oyéndole hablar tan elegantemente y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves o adoban o entorpecen los entendimientos.


Cuando en El Quijote el público se admira de oír hablar a sus héroes –algo que en este capítulo se hace repetidamente (y no lo voy a copiar más abajo)- malo, pues está de sobra en Cervantes, y suele ser que su discurso resbala por la locura del mundo. Pide que le den de comer cosas normales y lo justifica así

“y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana y que si me dan ocasión han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas”.


Este habla ya como San Pablo: “tened las cosas como si no las tuvierais”, que será mejor que no tenerlas de verdad.

Se van de ronda, a vigilar al pueblo:

“que es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes y mal entretenida. Porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo o quiébrome la cabeza?”


A limpiar la ínsula de zánganos y, sobre todo, honrar a los religiosos: Nuevas admiraciones al discurso de Sancho especialmente por tanto que no tiene Letra alguna.

Sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá y hallaron que eran dos solos hombres los que reñían:

El uno gana en el juego de naipes “de suerte dudosa” mil reales, el otro, un mirón del juego, le acredita esa “suerte” y cuando acaba el juego le pide ocho reales por el servicio de avalista, el ganador, sin embargo, solo le quiere dar cuatro.


—Lo que se ha de hacer es esto —respondió Sancho—: vos, ganancioso, bueno o malo o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego esos cien reales y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida, colgándoos yo de una picota, o a lo menos el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentaré la mano.


Abrid camino a la justicia creativa…

Añade Sancho

—Ahora, yo podré poco o quitaré estas casas de juego, que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.

—Esta a lo menos —dijo un escribano— no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es sin comparación lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren, que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.
Los vicios en casa de los poderosos se disimulan mejor.
De inmediato otro caso se le presenta al señor gobernador

—Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo: señal que debe de ser algún delincuente; yo partí tras él, y si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.

—¿Por qué huías, hombre? —preguntó Sancho.

A lo que el mozo respondió:

—Señor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.


Como, luego, sin embargo, resulta ser un atrevido gracioso, le despide Sancho con un consejo:

Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos.


En ambos casos vemos el ingenio para juzgar del gobernador. No sabemos si son también burlas o pruebas de los duques, bien que lo parecen –sobre todo este segundo caso porque, como bien señala Sancho, hay que ser tan atrevido como don Quijote. Pero en el caso que sigue, se toman la molestia de informarnos que no lo es:

Fuese el mozo y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido y dijeron:

—Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre.

La moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos, y, así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso. Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza y preguntóle quién era, adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:

—No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto. Una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada, a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.


Mentira. ¿Por qué no canta de plano? ¿Ha hecho acaso mal a nadie?

Estamos ante el tema oculto de la Paz Perpetua que, por cierto, no se nos enseña por complicidad o ignorancia. Cervantes y Kant están mucho más cerca de lo se piensa; si uno oculta su intención es, de entrada, necesariamente por algo malo, pero, a continuación añade Kant, esa maldad no es en sí, sino en relación principal y directa con los propósitos del poder, y la prueba está en éste no necesita ocultarse.

Apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo:

—Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.


¡Contradicción! Antes se coge a un mentiroso que a un cojo, dice el refrán. Se conoce que la evidencia de la mentira quita el coraje para ingeniar una nueva; ahora canta de plano:

—Ahora, señores, yo estoy turbada y no sé lo que me digo —respondió la doncella—, pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer.

Y en esto comenzó a llorar tiernamente:

Sancho la consoló con las mejores razones que él supo y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido, que todos procurarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.

—Es el caso, señores —respondió ella—, que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que por entrar de ordinario en mi casa se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada. Quisiera yo ver el mundo, o a lo menos el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquellas, y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...

—No se ha perdido nada —respondió Sancho— (se refiere a la virginidad ¿al embarazo?, pues iba completa y ricamente vestida). Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre: quizá no los habrá echado menos. Y de aquí adelante no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo, que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa, y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína, y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más.


Terrible gobernador.

Femenina tragedia.

Cuanto menor era su libertad, más se las valoraba.



Quedó el maestresala traspasado su corazón y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser él criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar.

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