domingo, 30 de octubre de 2011

Fin y remate del gobierno

«Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo escusado, antes parece que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten.»


Todo es efímero para lo que es efímero como la vida; la conciencia subjetiva tiene su acabamiento asegurado con el de su soporte, pero las estaciones se renuevan con el giro de los astros y los individuos se reproducen con la unión de los sexos misteriosamente individualizados para ello. Sabemos ahora de la evolución natural de las especies, quizás pronto podamos hacernos evolucionar artificialmente y lograr soportes que llevarán a la inmortalidad a alguna conciencia, pero la subjetividad vivida nunca podrá ser recobrada, pues todo contenido en ella está relacionado con la experiencia, incluso viviendo olvidamos la mayor parte de nuestro pasado. Y la mayor certeza de nuestro futuro es, en efecto, horizonte sin términos que le limiten, y es que así es el horizonte por lo general aquí en la Tierra al ser esta redonda…..

“Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético, porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido”.


Pero, Cide Hamete no lo ha entendido sin lumbre de fe, sino en virtud de la creencia en su religión, aunque falsa.

Nuestro autor (Cide Hamete) lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho.


Que parece insinuarnos que el origen del gobierno vuelve a su fin, que es la violencia, para empezar de nuevo, la cual se produce con la misma certidumbre que el ciclo o retorno de las estaciones, pues es así que, aún mejor que en comparación con las estaciones con las plantas, la violencia se mantiene larvada o contenida para explotar regularmente, aunque en largos intervalos, según el funcionamiento de un motor.

Así que, estando Sancho a punto de coger el sueño, oyó terrible ruido y,

“salió a la puerta de su aposento a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:

—¡Arma, arma, señor gobernador, arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre!

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando llegaron a él, uno le dijo:

—¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!

—¿Qué me tengo de armar —respondió Sancho—, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro, que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas.

—¡Ah, señor gobernador! —dijo otro—. ¿Qué relente es ese? Ármese vuesa merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.

—Ármenme norabuena —replicó Sancho.


Y le armaron poniéndole una lanza en la mano y amarrándole entre dos escudos grandes o paveses que no le dejaban moverse, sino que le hicieron caer al suelo y tras apagar las antorchas le empezaron a dar cuchilladas sobre los paveses y a pasarle por encima. Hasta que:

—¡Vitoria, vitoria, los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos por el valor dese invencible brazo!

Preguntó qué hora era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y sin decir otra cosa comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y llegándose al rucio le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en los ojos le dijo:

—Venid vos acá, compañero mío y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.


Es el burro representa la naturaleza, que incluye la humana, frente al artificio de la sociedad.

—Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios y digan al duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense, déjenme ir, que me voy a bizmar, que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.

Esta capacidad que tiene Sancho de elegir es, sin embargo, lo propio de la novela que se ejercita en aventuras, pero la realidad prosaica, monótona e insoslayable, cada cual cumple con lo suyo tal como señala más adelante; los ricos han de dormir en sábanas de Holanda manque les pese.

Pues esa desigualdad está basada en la violencia, en la guerra que no le da su burro.

No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en este ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.


Y así fue que no quiso más que;

Un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él, que pues el camino era tan corto, no había menester mayor ni mejor repostería.

martes, 25 de octubre de 2011

De Teresa a Sancho

Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento.

De mi alma mío. Discreta es Teresa por jurar a lo seguro.

Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande.

Un solo, hermano, corazón.

A Sanchica tu hija se le fueron las aguas sin sentirlo de puro contento. El vestido que me enviaste tenía delante, y los corales que me envió mi señora la duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y, con todo eso, creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba, porque ¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador de ínsulas?

El vestido, delante; los corales, al cuello; las cartas, en las manos; su portador, allí presente y, con todo…lo que veía y tocaba, no podía pensar en un pastor de gobernador.

Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más, porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros.

Te dije que ella era él; ha visto mucho, y se ha enriquecido mucho de experiencias. Hizo realidad su sueño de ser alcabalero, prácticamente banquero para manejar y repartir –pero el dinero para su mal no le interesaba.

Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la corte: mírate en ello y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.

Quedó llorando en el capítulo VII viendo al simple de su marido ir tras quimeras, pero ahora está presta a hacer lo posible por honrarle.

El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacristán no pueden creer que eres gobernador y dicen que todo es embeleco o cosas de encantamento, como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote, la locura de los cascos. Yo no hago sino reírme y mirar mi sarta y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.

Mientras trata de dar traza al vestido para su hija sonríe pensando en encantamientos.

Unas bellotas envié a mi señora la duquesa: yo quisiera que fueran de oro. Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula.

La intención nos da la medida de lo justo.

Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala mano que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese: mandóle el Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial: verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre.

Un artista deseoso de contribuir a la humanización del hombre encara durante ocho duros días que la realidad del arte es representar las baratijas, digo las armas, de su Majestad, devuelve el dinero, toma la azada y va al campo como un gentilhombre. Era un verdadero artista.

El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo: súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silbato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a pies juntillas.

Líos íntimos. Me aconsejó mi abuela no meter cuchara en ellos.

Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo.

Es lo normal, pero es noticia.

Por aquí pasó una compañía de soldados: lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.

Viva Dios para hacer milagros.

Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar, pero ahora que es hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó, un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas.

Si Teresa, allí en lo más alto.

Espero respuesta desta, y la resolución de mi ida a la corte; y con esto Dios te me guarde más años que a mí, o tantos, porque no querría dejarte sin mí en este mundo. Tu mujer


Teresa Panza.

lunes, 24 de octubre de 2011

Teresa se confiesa

¡Bendito sea Cervantes! Bendito sea por dar voz a los humildes; voz digna, voz sin oprobio, voz que muestra y clama por la humanidad.


Voz que desvela la verdad.

Cartas que escribe Teresa Cascajo

«Carta para mi señora la duquesa tal de no sé dónde»


Y la otra:


«A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí».

CARTA DE TERESA PANZA A LA DUQUESA


Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió, que en verdad que la tenía bien deseada.

El contento lo da la satisfacción del deseo.

La sarta de corales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra señoría haya hecho gobernador a Sancho mi consorte ha recebido mucho gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura y mase Nicolás el barbero y Sansón Carrasco el bachiller; pero a mí no se me da nada, que como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere: aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido tampoco yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga y lo encamine como vee que lo han menester sus hijos.

Agradecimiento. Duras pruebas contra fuertes dudas. Deseos buenos.

Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y, así, suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué, porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por ponerme en camino, que me dicen mis amigas y mis vecinas que si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la corte, vendrá a ser conocido mi marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos: «¿Quién son estas señoras deste coche?», y un criado mío responder: «La mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria», y desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.

Naturalidad o, llámese, ausencia de hipocresía, porque el hecho no objetivo, los sentimientos, son también comunes.

Reflexionamos y vemos que, quizas, apenas, sentimos amor alguno por nuestros semejantes y, consecuentemente, concluimos que una maldad interna, propia, natural impide nuestra convivencia en concordia. Esa conciencia es frecuentemente un medio de dominación del mismo sistema que nos induce y provoca a tener esos sentimientos. Tiene que venir el simple para manifestar que el emperador va desnudo, desnudo de justificación.

Parece como si hubiéramos sido creados con una tara, cuando realmente lo que más nos caracteriza es nuestra gran capacidad de la adaptación. La “desigualdad”, el estatus, que nos genera ese sentimiento ineludible de contradicción con los otros es, al tiempo, el medio para satisfacer y garantizar una necesidad prioritaria y legítima, que “Dios lo vea y lo encamine como han menester sus hijos”.

Pésame cuanto pesarme puede que este año no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más mayores: yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.

Más da el duro que el desnudo, decía mi abuela, así que es también lícito querer tener mucho.

No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendré cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando a Nuestro Señor guarde a vuestra grandeza, y a mí no olvide. Sancha mi hija y mi hijo besan a vuestra merced las manos.


La que tiene más deseo de ver a vuestra señoría que de escribirla, su criada


Teresa Panza


Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza, principalmente los duques,

A don Quijote, como hemos tenido ocasión de ver, le va más hipocresía.

y la duquesa pidió parecer a don Quijote si sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así lo hizo y vio que decía desta manera:

Humilde ante los soberbios, al caballero no le importa descubrir la intimidad de sus criados.

sábado, 22 de octubre de 2011

La verdadera dueña Dolorida, escarnio y mofa de tantos insensibles, implacables, inclementes y sobre todo ideológicos lectores

Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería que profesaba, y, así, determinó de pedir licencia a los duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista.

Y estando un día a la mesa con los duques y comenzando a poner en obra su intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto de los pies a la cabeza; y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le echó a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos, que puso en confusión a todos los que la oían y miraban. Y aunque los duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la levantó del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la faz llorosa.

Ella lo hizo así y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar, porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico.

Ésta le reitera la petición de salvar el honor de su embarazada hija obligando al rústico indómito, padre de la criatura, a casarse y sustentarla.

Vamos a echar primero leña al fuego de los correctores deste libro: véase que don Quijote está en la mesa donde va a pedir licencia para marcharse, cuando le llega, como veremos más adelante, la carta que Sancho le ha escrito en el capítulo anterior en respuesta a la que leimos donde le decía don Quijote que tenía un asunto –que pensaba satisfacer- que le podría poner en indisposición con los duques. ¿Lo iba a resolver, como decía en la carta a Sancho, o se había olvidado de ello y se iba sin más a Zaragoza?

Se nos resuelve el caso, sin necesidad de quebrarnos la cabeza, la intervención de la señorita Rodríguez y su madre. Es una de las muchas contradicciones cervantinas que avivan el entendimiento del espíritu, la libertad que nos debemos, por encima de la letra.

A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:

—Buena dueña, templad vuestras lágrimas o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales por la mayor parte son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y, así, con licencia del duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré y le desafiaré y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra. Que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios, quiero decir, acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos.


Ha sido el destacado e ilustre cervantista Maldonado de Guevara, hijo del rector de la Universidad de Salamanca, catedrático de Filología primero en esa misma universidad y luego en la Central de Madrid, fundador y presidente de los Anales Cervantinos, una revista del CSIC que recoge todo lo reseñable sobre Cervantes desde 1950 hasta el presente, quien en denodado esfuerzo consiguió una aparente victoria para el régimen al alinear la figura del muñeco, debe ser una costumbre católica, al servicio de los ideales imperiales del franquismo con su obra principal “La maiestas cesárea en el Quijote” y es esa maiestas cesárea la que precisamente le vemos ahora balbucear ante los duques, expresión repetidamente expresada en el trascurso de sus hazañas, así ya de modo burlesco en boca de Sancho en el último capítulo de la primera parte, cuando le cree muerto a manos de los disciplinantes, que rescato ahora:

—¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará lleno de malhechores sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!


Se remonta esta expresión de la maiestas cesárea a la Eneida; refiere a la tarea de su héroe, la cual, según Maldonado de Guevara, fue asumida como lema del Imperio romano: “parcere subjectis et debelare superbos”, ensalzar a los sometidos o humildes y abatir a los soberbios o arrogantes –cuya lectura, en clave de imperio es, lógicamente, ensalzar a los que disciplinadamente se me someten y abatir a los arrogantes o a aquellos que me desafían. Este lema maiestatico, fue asumida por Roma solo una vez constituida como Imperio y juez de naciones y también le era comúnmente aplicada y atribuida al emperador Carlos V de Alemania y I de España. Y de todo ello, sin duda, era buen conocedor Cervantes.

Y es expresión válida para todos los imperios, o hegemonías: precisamente hoy han asesinado a Gadaffi y en el parte televisivo se nos ha comunicado como la OTAN ha atacado a su convoy porque “suponía un peligro para la población civil” –cito textualmente el telediario de la Primera, pese a que según se dicho también más tarde intentaban huir a toda velocidad hacia el desierto.

Obsérvese el titubeo del caballero, que no se aclara, ya que enuncia la “maiestas cesárea” ante alguien más poderoso; los duques allí presentes, lo que le hace, como siempre, ridículo.

Ahora vienen graciosas expresiones según el estado, o estatus, que no todo en el Quijote son Dulcineas y evidencias de las ridiculeces de las falsas religiones:

—No es menester —respondió el duque— que vuesa merced se ponga en trabajo de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle, que yo le doy por desafiado y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío y que le acete y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a los que se combaten en los términos de sus señoríos.

—Pues con ese seguro, y con buena licencia de vuestra grandeza —replicó don Quijote—, desde aquí digo que por esta vez renuncio mi hidalguía y me allano y ajusto con la llaneza del dañador y me hago igual con él, habilitándole para poder combatir conmigo; y, así, aunque ausente, le desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre que fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le dio de ser su legítimo esposo o morir en la demanda.

Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y el duque le alzó diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en nombre de su vasallo y señalaba el plazo de allí a seis días, y el campo, en la plaza de aquel castillo, y las armas, las acostumbradas de los caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás piezas, sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los jueces del campo.

—Pero ante todas cosas es menester que esta buena dueña y esta mala doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote, que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal desafío.

—Yo sí pongo —respondió la dueña.

—Y yo también —añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal talante.

Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y, así, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija.


Lo hemos visto. Se concluye en la maravillosa transformación de las dos damas en forasteras. Hoy celebramos que ETA renuncia definitivamente a la violencia. Este hecho ha venido por una conferencia internacional de paz, con lo que ETA ha intentado escenificar su carácter de forastera en España, pues de otro modo quedaría sometida a su ordenamiento civil, y así lo han visto algunos partidos aquí. Tal como lo vieron los duques allí.

sábado, 15 de octubre de 2011

El progreso del gobierno

Va tocando a su fin el gobierno de Sancho y deja Cervantes su proyección humana para poner los ojos en el mundo real, dando entrada a un caso un tonto diferente a los anteriores, un caso irreal y teórico, donde, por ello, va a encajar la doctrina platónica de don Quijote, rarísima ocasión que acontece precisamente cuando, a la inversa, el irreal oficio de caballero andante ha sido introducido en el mundo real de la blanca mano de doña Rodríguez.


Es el caso que un forastero presenta al gobernador.

—Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: «Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y, habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso.


Pide Sancho que se le repita al caso, pues carece de sentido. ¿Cómo se puede saber si lo que uno dice que hará tras pasar el puente es verdad o mentira hasta después de haberlo pasado? Es un planteamiento, pues, solo teórico, pero es así como la irracionalidad real queda representada; la verdad y la mentira, ambas condenan, tal como decide la picaresca. Sancho, en todo caso, se dispone a juzgarlo, pero primero quiere asegurarse reduciéndolo y conformándolo a sus premisas de este modo:

El tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen.

—Digo yo, pues, agora —replicó Sancho— que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.

—Pues, señor gobernador —replicó el preguntador—, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad espresa que se cumpla con ella.

—Venid acá, señor buen hombre —respondió Sancho—: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde.


En los casos “ideales” rige el juicio de don Quijote. Llega una carta suya. Y así ve él la manera que ha tenido de juzgar Sancho:

Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas:


Le aconseja que se diferencie, que se distinga disfrazándose según corresponde a su cargo.

Y quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón, porque el buen adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le inclina. Vístete bien, que un palo compuesto no parece palo: no digo que traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien compuesto.


Le alecciona como tener contentos a los súbditos:

Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía.


El rigor debe ser mantenido para mantener el temor.

No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen, antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella.


Debe aparentar ser justo

Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos estremos, que en esto está el punto de la discreción.


Ve con tus propios ojos. Que tu presencia traiga el recuerdo del de la justicia y su rigor.

Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razón.


Mira por donde perderás el juicio o la libertad.

No te muestres, aunque por ventura lo seas, lo cual yo no creo, codicioso, mujeriego ni glotón; porque en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de la perdición.


Don Quijote insiste en arrogarse valor a los consejos que ya le dio en el castillo de los duques y encarece el agradecimiento:

Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.


Finalmente manifiesta que, por esta vez, cogido en su propia trampa, se ha de poner al lado de los menesterosos, doña Rodríguez, frente a los levantados, los duques, que para mayor desgracia son precisamente sus anfitriones. Esta ocasión, como queda arriba dicho, nos reconcilia, pues no enaltece, como de costumbre, a los soberbios sino que los contesta.

Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores; pero aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: «Amicus Plato, sed magis amica veritas». Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador lo habrás aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima
.

Le responde Sancho notificándole primero que aquellos sus consejos no han venido tan a cuento, como el supone:

La ocupación de mis negocios es tan grande, que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aun para cortarme las uñas, y, así, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por las selvas y por los despoblados.

Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto, porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que esta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos, no solamente en este.


Le preocupa que se enemiste con los duques por lo que a él le toca:

No querría que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro está que ha de redundar en mi daño, y no será bien que pues se me da a mí por consejo que sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.


Anticipa Sancho la noche de su pasión dictando algunos decretos, desde el entendimiento de las competencias y responsabilidades del poder civil.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Teresa

Dije de pasada que el personaje más discreto del Quijote es la mujer de Sancho, Teresa Cascajo.

Gracias que murió ya Cervantes para no llevarme la contraria, pues tan cara le es que no permite a nadie que se apropie de ella, siquiera fuera con un nombre:

Cuando don Quijote encuentra el Quijote de Avellaneda, lo echa un vistazo y enseguida le encuentra tres errores y señala que la tercera falta que le encuentra y “más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutierrez, y no llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerre en todas las demás de esta historia”.

El fin de la Primera Parte es un diálogo entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, según se escribe en él dos veces de ésta con ése nombre, sin embargo, en el capítulo VII de la Primera Parte, cuando se nos presenta a Sancho y sale con su amo del pueblo en su primer diálogo dice Sancho de su deseo de ser gobernador pero que no ve a su mujer, Mari Gutierrez, de reina o condesa.

Dije antes en algún lugar de estos posts que dejaba para más tarde el comentario al capítulo V titulado: “De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación”, que contrasta con el título del capítulo III que trata del “ridículo razonamiento” de don Quijote, Sancho y el bachiller. El capítulo VII comienza con la advertencia del traductor que pudiera ser apócrifo por ver a Sancho expresarse tan sutilmente. Y así se lo dice Teresa:

Mirad, Sancho —replicó Teresa—, después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.

Y luego también añade:

—Bien creo yo, marido —replicó Teresa—, que los escuderos andantes no comen el pan de balde, y, así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de tanta mala ventura.

—Yo os digo, mujer —respondió Sancho—, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.

—Eso no, marido mío —dijo Teresa—, viva la gallina, aunque sea con su pepita, vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido hasta ahora y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como esos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho, si por ventura os viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos: que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierno, y en fin, en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada.

—A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla «señoría».

—Eso no, Sancho —respondió Teresa—: casadla con su igual, que es lo más acertado; no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.

—Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa—, no os queráis alzar a mayores y advertid al refrán que dice: «Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa». ¡Por cierto que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que cuando se le antojase la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo, que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos y sé que no mira de mal ojo a la mochacha; y con este, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan ni ella se entienda.

Temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. «Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos». Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto, que mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.

—¿Sabéis por qué, marido?. Por el refrán que dice: «¡Quien te cubre, te descubre!». Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allí es el murmurar y el maldecir y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas.

No os pongáis a disputar, marido, conmigo —respondió Teresa—: yo hablo como Dios es servido y no me meto en más dibujos. Y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.

El día que yo la viere condesa, ese haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.

Y en esto comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su partida.

Llega ahora Dulcinea al pueblo:

Salió Teresa Panza. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo:

—¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es este?

—Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza —respondió el paje.

Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:

—Déme vuestra merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ínsula Barataria.

—¡Ay, señor mío, quítese de ahí, no haga eso —respondió Teresa—, que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!

—Así es la verdad —respondió el paje—, que por respeto del señor don Quijote es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como se verá por esta carta.

—Léamela vuesa merced, señor gentilhombre —dijo Teresa—, porque, aunque yo sé hilar, no sé leer migaja.

—No hay para qué se llame a nadie, que yo no sé hilar, pero sé leer y la leeré.

—¡Ay —dijo Teresa en oyendo la carta—, y qué buena y qué llana y qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me llama amiga y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el más alto campanario que hay en la Mancha.


Busca y encuentra Sanchica al barbero, al cura y al bachiller:

—¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!

—¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son estas y qué papeles son esos?

—No es otra la locura sino que estas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos las avemarías, y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.

—Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al uso y de los mejores que hubiere, que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me enojo me tengo de ir a esa corte y echar un coche como todas, que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.

Todas estas venturas, y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija, como no para hasta hacerme condesa, que todo es comenzar a ser venturosas. Y como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale; y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva, envásala. ¡No, sino dormíos y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa!

Este señor está en lo cierto, que tal el tiempo, tal el tiento: cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, señora, y no sé si diga algo”.

Teresa queda llorando en el capítulo VII porque Sancho va en busca de una ínsula que gobernar, ahora ríe y se alegra por haberla encontrado. Y es que sus argumentos eran más que ‘en sí’, propicios para la ocasión como ella misma dice “tal tiempo, tal tiento”, al ver el poco juicio de Sancho. Ahora, por arte de magia, y ante pruebas; la carta, la sarta de perlas, Dulcinea, la ropa verde de Sancho…, ve a su marido hecho gobernador, se adapta, se prepara para la ocasión y se alegra cuanto puede. A la vista de esto, cuando llegue Sancho, ya sin gobierno, aunque con buenos ducados y pollinos, también encontrará razones para alegrarse y animarse.


Es ella como Cervantes; libre para liberar contradiciéndose. Se adapta a la circunstancia como un espíritu; sin lastre material alguno como don Quijote, quien también es puro espíritu, pero a fuerza de ser loco.

Las interpretaciones del Quijote se nos manifiestan en todo su terrible error frente al discurso de Teresa, el sentido común frente al desvarío del caballero andante. El loco, al que ni por esas debemos nunca perdonar, como no lo hace Cervantes, sale a imponer, a forzar a los demás Dios sabe qué diablos y su discurso de loco peligroso es aplaudido, sin embargo, por los jerifaltes –como se cuida Cervantes de mencionarlo, para que el discreto entienda la diferencia entre lo bueno y lo correcto políticamente. Don Quijote defiende la escala y el sistema de predominio social; la esclavitud. Don Quijote sabe quién es, quien quiere ser, tiene un proyecto de vida en común, un horizonte, dicen, lo contrario a Teresa, dirían. Pero Teresa también tiene un horizonte, el de Cervantes, el mío, uno de no hacer cumplir nada a nadie –ese tiempo ha de llegar, está ya llegando. El horizonte de don Quijote no es poético; es a fin de cuentas el de todos los que en el mundo han sido; el de la escalada social, el mayor acceso posible al poder. ¿Acaso la falta de ese horizonte es falta de interés de Teresa en todo lo que sea la mejora de los suyos? En absoluto, ella reconocerá la oportunidad y la agarrará allí donde la haya, pero también tiene su horizonte, nacido de su mismo sentido común y por eso apenas perceptible, que es la igualdad de todos como así repetidamente lo propone, y así actúa, inhibiéndose de litigar de linajes, escalas. Y solo el horizonte de Teresa puede tener y tiene futuro, el de don Quijote es efímero y está ya condenado aunque se le siga por defecto inútilmente buscando la gracia politicamente.

Por si acaso luego olvidamos comentar, en el tráfago y ruido de lo público, su carta a Sancho, citamos su despedida: “Dios te guarde más años que a mí, o tantos; porque no quisiera dejarte sin mí en este mundo.” Esta si es la mejor carta de amor de la literatura castellana.

sábado, 8 de octubre de 2011

Dos casos

Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo, del duque, se burlaban de Sancho




Hasta aquí llega nuestra paciencia con el “gran gobernador”. Todo esto es una fea mentira; por supuesto que a un gobernador no le importuna un negociante como le sucedió a Sancho; era una burla más de los duques que se molestaron en hacerla para nuestro entretenimiento y para que les tengamos compasión.

—Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser o han de ser de bronce para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo solo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es aquel el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes.


Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban oyéndole hablar tan elegantemente y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves o adoban o entorpecen los entendimientos.


Cuando en El Quijote el público se admira de oír hablar a sus héroes –algo que en este capítulo se hace repetidamente (y no lo voy a copiar más abajo)- malo, pues está de sobra en Cervantes, y suele ser que su discurso resbala por la locura del mundo. Pide que le den de comer cosas normales y lo justifica así

“y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana y que si me dan ocasión han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas”.


Este habla ya como San Pablo: “tened las cosas como si no las tuvierais”, que será mejor que no tenerlas de verdad.

Se van de ronda, a vigilar al pueblo:

“que es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes y mal entretenida. Porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo o quiébrome la cabeza?”


A limpiar la ínsula de zánganos y, sobre todo, honrar a los religiosos: Nuevas admiraciones al discurso de Sancho especialmente por tanto que no tiene Letra alguna.

Sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá y hallaron que eran dos solos hombres los que reñían:

El uno gana en el juego de naipes “de suerte dudosa” mil reales, el otro, un mirón del juego, le acredita esa “suerte” y cuando acaba el juego le pide ocho reales por el servicio de avalista, el ganador, sin embargo, solo le quiere dar cuatro.


—Lo que se ha de hacer es esto —respondió Sancho—: vos, ganancioso, bueno o malo o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego esos cien reales y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida, colgándoos yo de una picota, o a lo menos el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentaré la mano.


Abrid camino a la justicia creativa…

Añade Sancho

—Ahora, yo podré poco o quitaré estas casas de juego, que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.

—Esta a lo menos —dijo un escribano— no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es sin comparación lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren, que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.
Los vicios en casa de los poderosos se disimulan mejor.
De inmediato otro caso se le presenta al señor gobernador

—Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo: señal que debe de ser algún delincuente; yo partí tras él, y si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.

—¿Por qué huías, hombre? —preguntó Sancho.

A lo que el mozo respondió:

—Señor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.


Como, luego, sin embargo, resulta ser un atrevido gracioso, le despide Sancho con un consejo:

Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos.


En ambos casos vemos el ingenio para juzgar del gobernador. No sabemos si son también burlas o pruebas de los duques, bien que lo parecen –sobre todo este segundo caso porque, como bien señala Sancho, hay que ser tan atrevido como don Quijote. Pero en el caso que sigue, se toman la molestia de informarnos que no lo es:

Fuese el mozo y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido y dijeron:

—Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre.

La moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos, y, así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso. Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza y preguntóle quién era, adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:

—No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto. Una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada, a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.


Mentira. ¿Por qué no canta de plano? ¿Ha hecho acaso mal a nadie?

Estamos ante el tema oculto de la Paz Perpetua que, por cierto, no se nos enseña por complicidad o ignorancia. Cervantes y Kant están mucho más cerca de lo se piensa; si uno oculta su intención es, de entrada, necesariamente por algo malo, pero, a continuación añade Kant, esa maldad no es en sí, sino en relación principal y directa con los propósitos del poder, y la prueba está en éste no necesita ocultarse.

Apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo:

—Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.


¡Contradicción! Antes se coge a un mentiroso que a un cojo, dice el refrán. Se conoce que la evidencia de la mentira quita el coraje para ingeniar una nueva; ahora canta de plano:

—Ahora, señores, yo estoy turbada y no sé lo que me digo —respondió la doncella—, pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer.

Y en esto comenzó a llorar tiernamente:

Sancho la consoló con las mejores razones que él supo y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido, que todos procurarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.

—Es el caso, señores —respondió ella—, que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que por entrar de ordinario en mi casa se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada. Quisiera yo ver el mundo, o a lo menos el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquellas, y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...

—No se ha perdido nada —respondió Sancho— (se refiere a la virginidad ¿al embarazo?, pues iba completa y ricamente vestida). Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre: quizá no los habrá echado menos. Y de aquí adelante no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo, que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa, y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína, y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más.


Terrible gobernador.

Femenina tragedia.

Cuanto menor era su libertad, más se las valoraba.



Quedó el maestresala traspasado su corazón y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser él criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar.

sábado, 1 de octubre de 2011

Noche oscura

Dejemos a Sancho con su gobierno y volvamos con el Caballero del Ideal o de la Fee.



“Estaba mohíno y malencólico el malferido don Quijote, vendado el rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato, desdichas anejas a la andante caballería.



Seis días estuvo sin salir en público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso.



Primero imagina lo que le gustaría, que la imaginación es libre
A continuación, la imaginación se le dispara, y siente miedo, por lo que se acoge a la religión


Clavó los ojos en la puerta, y cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña. Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visión, y cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya, porque así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:

—¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?

Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos, y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para irse y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:

—Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo, que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se estiende.

La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:

—Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, que con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar a vuestra merced vengo.
Recuperado, vuelve a asegurarse que no sea una tentación, que la tentación siempre lo es contra la fee, aunque sea en Dulcinea.




—Dígame, señora doña Rodríguez —dijo don Quijote—, ¿por ventura viene vuestra merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.

—¿Yo recado de nadie, señor mío? —respondió la dueña—. Mal me conoce vuestra merced, sí, que aún no estoy en edad tan prolongada, que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme vuestra merced un poco: saldré a encender mi vela y volveré en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo.

Y sin esperar respuesta se salió del aposento, donde quedó don Quijote sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y decíase a sí mismo:


 

Y el peligro de la fee, aunque sea en Dulcinea, ha de venir del diablo; tanto don Quijote como Cervantes acabaron excomulgados.


—¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora con una dueña lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. ¿Y quién sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he tropezado? Y en casos semejantes mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso, que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura hay dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa? ¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo! ¡Oh, cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueñas verdaderas!

Y diciendo esto se arrojó del lecho con intención de cerrar la puerta y no dejar entrar a la señora Rodríguez; mas cuando la llegó a cerrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella vio a don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas, galocha o becoquín, temió de nuevo y, retirándose atrás como dos pasos, dijo:

—¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal haberse vuesa merced levantado de su lecho.

—Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora —respondió don Quijote—, y, así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.

—¿De quién o a quién pedís, señor caballero, esa seguridad? —respondió la dueña.

—A vos y de vos la pido —replicó don Quijote—, porque ni yo soy de mármol, ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aun un poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano, que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato y la que ofrecen esas reverendísimas tocas.

Y diciendo esto besó su derecha mano y le asió de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias.


 
El acuerdo en los términos formales ha acabado resolviendo las dudas.
Aquí hace Cide Hamete un paréntesis y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho la mejor almalafa de dos que tenía.


 
¡Caramba! pero…., entonces no los veía….¿Pues cómo diablos nos cuenta la historia? No, amigo, este post se me hace ya largo y no voy a especular; al ingenuo Sr. Hamete le parece que hacen buena pareja, ocasión que encarece con la enaltecedora mención de Mahoma, pero las apariencias no lo son todo, no es piadoso ni prudente desposar a nadie con un loco.

—Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas, que será de mí escuchada con castos oídos y socorrida con piadosas obras.

Le resume gentilmente doña Rodríguez su vida y como se casó con un escudero que fue despedido y muerto por su incapacidad para conciliar, como Antígona, el deber con las formalidades. Con éste tuvo doña Rodríguez una guapa hija a la que ha dejado embarazada el hijo de un labrador rico tras darle palabra de que se casaría con ella. Doña Rodríguez ha pedido al duque que obligue al padre a casarse con su hija pero éste debe dinero al padre del padre y le resuelva el entuerto por lo que habiendo oído del oficio de don Quijote le pide intervenga.

Del grotesco caso figurado de la Dueña Dolorida a la realidad de la indefensión de la viuda Rodríguez, a la que el servicio de justicia, el duque, se niega. Doña Rodríguez no es mentecata como a menudo se pretende; de si es del número de los que no está al tanto de la burla de los duques; su necesidad es aquí lo que se impone. Este no es un caso de indefensión, sino su paradigma; el mismo servicio de justicia necesita también de fuerza, generalmente dinero.

De la formalidad, al conocimiento, del conocimiento a la confianza:


“Póngasele a vuesa merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas las buenas partes que he dicho que tiene, que en Dios y en mi conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi hija no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce, porque esta Altisidorilla tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida, además que no está muy sana, que tiene un cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi señora la duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos.

—¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez? —preguntó don Quijote.

—Con ese conjuro —respondió la dueña—, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer primero a Dios y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena.

—¡Santa María! —dijo don Quijote—. ¿Y es posible que mi señora la duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales fuentes y en tales lugares no deben de manar humor, sino ámbar líquido. Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa importante para salud.
 
A diferencia del Dios verdadero que imparte la justicia en la otra vida, el creador de don Quijote no le pasa una en ésta, por lo que:


Apenas acabó don Quijote de decir esta razón, cuando con un gran golpe abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo, como suele decirse, acudieron a don Quijote y, desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable.