sábado, 24 de septiembre de 2011

Las penas del gobernante

Así en el post anterior como en éste y en los que tratan del gobierno de Sancho, no se precisa mucha atención, pues no hay, como en general en El Quijote, por lo menos tres perspectivas. Sancho tiene ya su despojo; la ínsula, nos ha mostrado primero ser buen juez a fuer de ser hombre, pero igual por ser hombre queda defraudado el disfrute que se esperaba por la simple ley de que éste no puede ser continuo, y todo exceso se paga, así la mucha comida, pero igual todo otro gusto repetido; o cansa o exige más:

Ante una gran cantidad de manjares a la vista, le dice el maestresala:

“lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.”

Y el que tiene poder, del que otros son desposeídos, ha de temar más por su seguridad. Por eso, ya el primer día recibe la siguiente carta del duque:

“A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso no sé qué noche: conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también por espías verdaderas que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio: abrid el ojo y mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren”

Como Sancho no la sabía leer, hubo de leerla su secretario:

—¿Quién es aquí mi secretario?


Y uno de los que presentes estaban respondió:


—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.


—Con esa añadidura —dijo Sancho— bien podéis ser secretario del mismo emperador.

Dice en este punto Francisco Rico, el editor de esta edición de El Quijote que “Era hecho bien conocido la abundancia de secretarios vizcaínos ‘vascos’, dato que a menudo se explicaba por su lealtad y fidelidad, cortedad de palabras y buena letra”.

Pero yo tengo también oído que esa ventaja se la daban sus raros apellidos que daban muestra que eran cristianos viejos en la vieja loca España. Y pareceme que esa rara habilidad hasta hoy se les mantiene.

Pide finalmente, pide Sancho por caridad

“un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas".
Pero, ni siquiera puede satisfacer su humilde deseo, pues:

En esto entró un paje y dijo:


—Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a vuestra señoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia


—Estraño caso es este —dijo Sancho— destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como estas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide,

Este labrador, es insolente, impertinente y pesado; le cuenta largamente un asunto personal y acaba

—Querría, señor —respondió el labrador—, que vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza.—


¿Queréis otra cosa, buen hombre? —replicó Sancho.


Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo, para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros.


—Mirad si queréis otra cosa —dijo Sancho— y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.


—No, por cierto —respondió el labrador.


Y apenas dijo esto, cuando levantándose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado y dijo:


—¡Voto a tal, don patán rústico y malmirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? ¿Y dónde los tengo yo, hediondo? ¿Y por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato? ¿Y qué se me da a mí de Miguel Turra ni de todo el linaje de los Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que para tentarme te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, ¿y ya quieres que tenga seiscientos ducados?


 

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