sábado, 3 de septiembre de 2011

El caballero del Ideal

En situación con el post anterior, continuamos tras abrazar la Trifaldi las piernas del andante:


“Y dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza y, asiéndole de las manos, le dijo:


Bien puedes preciarte que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros que han tratado las armas en el mundo.


A lo que respondió Sancho:


Vuesa merced desembaúle su cuita, y cuéntenosla, y deje hacer, que todos nos entenderemos.

La resumimos: La dueña lo es al cuidado de la princesa Antonomasia, heredera del reino de Candaya, y se enamora del caballero poeta Clavijo al que facilita la conquista a Antonomasia. Éste la deja embarazada y se casa con ella en secreto. La desigualdad del casamiento da un disgusto de muerte a la madre, la reina Maguncia, por lo que el gigante Malambruno, primo de Maguncia, convierte en estatuas a Antonomasia y a Clavijo y a las dueñas todas del palacio –que vimos habían venido con la cara cubierta- les hizo crecer barba. Malambruno accede a desencantarlas si interviene don Quijote, quien dada la enorme distancia hasta Candaya (Ceilán), ha de ir en el caballo de madera Clavileño. Por supuesto, acompañado de Sancho. Llegó Clavileño, subieron en él, se taparon los ojos, puesto que así lo requería Malambruno y devolvemos la palabra a Cervantes para que nos cuente el final de la historia.


“A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría sobre sí Clavileño, que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas y que así no sentiría tanto la dureza.


Hízolo así Sancho, y, diciendo «a Dios», se dejó vendar los ojos, y ya después de vendados se volvió a descubrir y, mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarías, porque Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don Quijote:


—Ladrón, ¿estás puesto en la horca por ventura o en el último término de la vida, para usar de semejantes plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda Magalona, del cual decendió, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del valeroso Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete, cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes, a lo menos en presencia mía.”


—Tápenme —respondió Sancho—, y pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de diablos, que den con nosotros en Peralvillo ?
(Peralvillo es un pueblo de la Mancha de Ciudad Real donde la Santa Hermandad ejecutaba a los sentenciados. La ligereza con que se condenaba, sin escuchar al reo, fue origen de la frase hecha «La justicia de Peralvillo que, asaeteado el hombre, le formaban proceso»).

—¡Dios te guíe, valeroso caballero!


—¡Dios sea contigo, escudero intrépido!


—¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!


—¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están mirando!


—Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces y no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?


—No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.


—Así es la verdad —respondió Sancho—, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.


Y así era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.


Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:


—Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región; y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.


En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos, pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:


—Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.


Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían estraordinario contento; y queriendo dar remate a la estraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires con estraño ruido y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo medio chamuscados.


En este tiempo ya se habían desparecido del jardín todo el barbado escuadrón de las dueñas, y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron maltrechos y, mirando a todas partes, quedaron atónitos de verse en el mesmo jardín de donde habían partido y de ver tendido por tierra tanto número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín vieron hincada una gran lanza en el suelo, y pendiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual con grandes letras de oro estaba escrito lo siguiente:


El ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció y acabó la aventura de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida, y compañía, con solo intentarla.


Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia, en su prístino estado. Y cuando se cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos girifaltes que la persiguen y en brazos de su querido arrullador, que así está ordenado por el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores.

Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las barbas y si era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposición prometía; pero dijéronle que así como Clavileño bajó ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido y que ya iban rapadas y sin cañones. Preguntó la duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo viaje. A lo cual Sancho respondió:


—Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos, pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no la consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos y por allí miré hacia la tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas: porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.


A esto dijo la duquesa:


—Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de mostaza y cada hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.


—Así es verdad —respondió Sancho—, pero, con todo eso, la descubrí por un ladito y la vi toda.


—Mirad, Sancho —dijo la duquesa—, que por un ladito no se vee el todo de lo que se mira.


—Yo no sé esas miradas —replicó Sancho—: solo sé que será bien que vuestra señoría entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento podía yo ver toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo, descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo, que no había de mí a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora mía, que es muy grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas (las Pléyades), y en Dios y en mi ánima que como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, me dio una gana de entretenerme con ellas un rato, que si no la cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo ¿y qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente me apeé de Clavileño y me entretuve con las cabrillas, que son como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió de un lugar ni pasó adelante.


—Y en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras —preguntó el duque—, ¿en qué se entretenía el señor don Quijote?


A lo que don Quijote respondió:


—Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es verdad que sentí que pasaba por la región del aire y aun que tocaba a la del fuego, pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la última región del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas que Sancho dice sin abrasarnos; y pues no nos asuramos, o Sancho miente o Sancho sueña.


—Ni miento ni sueño —respondió Sancho—: si no, pregúntenme las señas de las tales cabras, y por ellas verán si digo verdad o no


—Dígalas, pues, Sancho —dijo la duquesa.


—Son —respondió Sancho— las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules y la una de mezcla.


—Nueva manera de cabras es esa —dijo el duque—, y por esta nuestra región del suelo no se usan tales colores, digo cabras de tales colores.


—Bien claro está eso —dijo Sancho—, sí, que diferencia ha de haber de las cabras del cielo a las del suelo.


—Decidme, Sancho —preguntó el duque—: ¿vistes allá entre esas cabras algún cabrón?


—No, señor —respondió Sancho—, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna.


No quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que llevaba Sancho hilo de pasearse por todos los cielos y dar nuevas de cuanto allá pasaba sin haberse movido del jardín.


En resolución, este fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio que reír a los duques, no solo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera. Y llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo:


—Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.

Sancho da una lección a los duques burlándose de su burla, pues como dice bien Vargas Llosa el tema del Quijote es la ficción, o, para nosotros, qué Dios es más Grande. Es entonces, cuando inopinadamente interviene el caballero dispuesto impíamente a comerciar....(como que le da valor).

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