lunes, 21 de febrero de 2011

Donde se prueba sin remisión la falsedad de esta insolente historia

Puestos ya en camino para mayor gloria de Alá el escudero bueno y su enloquecido amo en pos del Toboso a visitar a Dulcinea que les inspire, más que nunca y verdaderamente, el ánimo guerrero una vez fuera de su tierra en armas, del modo mismo en que lo viviera Cervantes por su amadísima España, a la que los generales entonaran sus arrojadas arengas con objeto también de acrecentar el ánimo, la avidez en el combate, la enfervorizada entrega, la decidida resolución, la compostura en el último ademán, la determinación en su máxima expresión... y por la que en alta y cruenta batalla perdió su izquierdo brazo el Príncipe de los Ingenios españoles.


Acude allí donde habita, en su centro profundo e íntimo, guiado por un sencillo hombre del pueblo, rústico y cristiano antiguo que se la muestre, quién ya se viera en ocasión de confesarla:

“Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, para hallar en su oscuridad disculpa a su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes sonidos, se aumentaban en el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal agüero”.
Con todo esto, dijo a Sancho:

“—Sancho hijo, guía al palacio de Dulcinea: quizá podrá ser que la hallemos despierta.

—¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol —respondió Sancho—, que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?

—Debía de estar retirada entonces —respondió don Quijote— en algún pequeño apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas, como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.

—Señor —dijo Sancho—, ya que vuestra merced quiere, a pesar mío, que sea alcázar la casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora esta por ventura de hallar la puerta abierta? ¿Y será bien que demos aldabazos para que nos oyan y nos abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan y llaman y entran a cualquier hora, por tarde que sea?

—Hallemos primero una por una el alcázar —replicó don Quijote—, que entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos. Y advierte, Sancho, o que yo veo poco o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.

—Pues guíe vuestra merced —respondió Sancho—: quizá será así; aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer que es ahora de día.

Guió don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:

—Con la iglesia hemos dado, Sancho.

—Ya lo veo —respondió Sancho—, y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y más habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo, que la casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.”
Es en este punto cuando éste tan puntilloso como arrogante autor amanece cuando le da la gana:

Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía a pasar por donde estaban uno con dos mulas, que por el ruido que hacía el arado, que arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador, que habría madrugado antes del día a ir a su labranza, y así fue la verdad. Venía el labrador cantando aquel romance que dicen:

Mala la hubistes, franceses,

en esa de Roncesvalles.

—Que me maten, Sancho —dijo en oyéndole don Quijote—, si nos ha de suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando ese villano?

—Sí oigo —respondió Sancho—, pero ¿qué hace a nuestro propósito la caza de Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.

Llegó en esto el labrador, a quien don Quijote preguntó:

—¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena ventura os dé Dios, dónde son por aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?

—Señor —respondió el mozo—, yo soy forastero y ha pocos días que estoy en este pueblo sirviendo a un labrador rico en la labranza del campo. En esa casa frontera viven el cura y el sacristán del lugar; entrambos o cualquier dellos sabrá dar a vuestra merced razón desa señora princesa, porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso, aunque para mí tengo que en todo él no vive princesa alguna: muchas señoras, sí, principales, que cada una en su casa puede ser princesa.

—Pues entre esas —dijo don Quijote— debe de estar, amigo, ésta por quien te pregunto.

—Podría ser —respondió el mozo—; y adiós, que ya viene el alba.

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