Se encuentra Sancho a unos peregrinos que piden limosna, les ofrece comida, pero no querían más que dinero para aumentar lo que ya habían conseguido.
Cuando les entendió, que no hablaban bien, y se daba el piro, le detuvo su vecino Ricote, morisco expulsado que venía entre los peregrinos. Primero no le conocía pero:
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y finalmente le vino a conocer de todo punto y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello y le dijo:
—¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime quién te ha hecho franchote y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura.
Tras tomar algo, Ricote le expone su manera de afrontar los hechos.
—Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros: a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos.
Entendió pronto que la amenaza era ley.
Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron, porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran solo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa.
Que la respuesta de la mayoría de los suyos era inadecuada (para resolverla)
Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria.
Rememora la expulsión y los sufrimientos que conlleva.
Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.
Se refugió en Alemania por hallar allí más libertad.
Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos cada año a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia: ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra, que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones o entre los remiendos de las esclavinas o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran.
Y como viene con los peregrinos y lo que estos hacen, caso de picaresca (aunque realmente estos ya se van).
Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro, y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de Francia y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros. Que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana.
A lo que respondió Sancho:
—Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer, y como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado.
Lo mismo que Ricote no pudo llevar a los suyos a tomar disposición más razonable ante la disposición de su Majestad, tampoco su mujer y su hija pudieron tomar otro destino. Así como la conversión de Zoraida se manifiesta inverosimil en la violenta ruptura con el padre, aquí es el tio, el que se impone a la hermana y la sobrina, del mismo modo que la comunidad de los moriscos se impone a la disposición que pueda tener Ricote. Esa es la realidad también de nuestros oponentes, que no pueden renegar de los suyos, y eso es lo que tenemos que comprender como seres humanos.
Y en esa oposición sobrehumana, inhumana, es el Arma la determinación final. Mucho se ha hablado de este capítulo a fin de averiguar la opinión de Cervantes al respecto de la expulsión de los moriscos, como si Cervantes hiciera política, sin embargo, este acercamiento es errado; Cervantes no manifiesta, como en muchos otros lugares donde se le adjudican, opiniones sino que se ciñe a recrear el mundo objetivo, el de su historia y al tiempo el del mundo real, y ese es su interés desde el principio al escribir el Quijote. Desde ese punto de vista entiendo el título; el Quijote tiene éste tema, y este hecho, la expulsión de los moriscos, lo manifiesta sin cambiar una coma.
Lo que algunos han dado en decir que el entendimiento del mundo pasa por el “yo soy yo y mis circunstancias”, donde la idea de circunstancia es la aportación de Cervantes, han dejado en indeterminación lo que sea la circunstancia, algo que, sin embargo, Cervantes si identifica en lo que denomina la supremacía de las Armas sobre las Letras. Así Ricote, discreto –no dejemos pasar esa palabra en balde boca del autor-, y sometido a la discreción de su Majestad, asume el discurso oficial como propio ante Sancho que ya vemos lo fiel que es a sus señores. No tiene alternativa. Lo que no quiere decir que no esté en contra –que lo está; y de hecho se disfraza y regresa a por un tesoro sobre el que ya no tiene derecho legal.
No es cuestión de que se declare cristiano, no tiene ningún inconveniente en serlo. Su mujer y su hija lo son con lo que la “injusticia” es objetivamente absoluta, no tengamos duda al respecto. Lo que nos importa aquí es como Ricote se expresa sobre ella. Ni más ni menos que como hacemos todos en el mundo real, como tengo alguna vez dicho, asumiendo la tragedia; que los pobres dan a los ricos y además se ven en necesidad de llamar a eso justicia.
Si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
—Yo lo hiciera —respondió Sancho—, pero no soy nada codicioso, que, a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata; y así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos me dieras aquí de contado cuatrocientos.
—¿Y qué has ganado en el gobierno? —preguntó Ricote.
—He ganado —respondió Sancho— el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el sustento, porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido (que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro), y te daré con que vivas, como te he dicho.
—Ya te he dicho, Ricote —replicó Sancho—, que no quiero: conténtate que por mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino y déjame seguir el mío, que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño.
Sancho es tan discreto como Ricote, pues lo que está en juego ligándose a él es más decisivo que Ricote
le dé con que viva, que eso necesario para vivir por otro lado lo puede buscar y obtener –esa es la sabiduría del pobre, del que renuncia a ser gobernador-, mientras que si pierde la vida que arriesga con Ricote, o incluso como gobernador, en ese punto se le acabaron las alternativas.