Don Quijote ha derrotado al de los Espejos y va feliz, aúnque a costa de engañarse a si mismo.
Con la alegría, contento y
ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la
pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad
el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen
sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores;
no se acordaba de los inumerables palos que en el discurso de sus caballerías
le habían dado. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dijo:
—¿No es bueno, señor, que aún
todavía traigo entre los ojos las desaforadas narices, y mayores de marca, de
mi compadre Tomé Cecial?
—¿Y crees tú, Sancho, por
ventura, que el Caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco, y su
escudero, Tomé Cecial tu compadre?
—No sé qué me diga a eso
—respondió Sancho—, solo sé que las señas que me dio de mi casa, mujer y hijos
no me las podría dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la
misma de Tomé Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared
en medio de mi misma casa, y el tono de la habla era todo uno.
—Estemos a razón, Sancho —replicó
don Quijote—. Ven acá: ¿en qué consideración puede caber que el bachiller
Sansón Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y
defensivas, a pelear conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo
jamás ocasión para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival o hace él profesión de las
armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
—Pues ¿qué diremos, señor
—respondió Sancho—, a esto de parecerse tanto aquel caballero, sea el que se
fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero, a Tomé Cecial mi compadre? Y si
ello es encantamento, como vuestra merced ha dicho, ¿no había en el mundo otros
dos a quien se parecieran?
—Todo es artificio y traza
—respondió don Quijote— Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!, por
experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los
encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo
feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y
gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y
yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los
ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que se
atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de
Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de
las manos. Pero, con todo esto, me consuelo, porque, en fin, en cualquiera
figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo.
—Dios sabe la verdad de todo
—respondió Sancho.
Y como él sabía que la
transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le satisfacían
las quimeras de su amo, pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra
que descubriese su embuste.
De lo que le sucedió a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha.
En estas razones estaban, cuando
los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy
hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde…..se pasaba de
largo, pero don Quijote le dijo:
—Señor galán, si es que vuestra
merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced
recibiría en que nos fuésemos juntos.
—En verdad —respondió el de la
yegua— que no me pasara tan de largo si no fuera por temor que con la compañía
de mi yegua no se alborotara ese caballo.
Como le mira con sorpresa y estupor el del Verde Gabán, se
adelanta don Quijote a darle explicaciones sobre quien es:
(….) por mis valerosas, muchas y
cristianas hazañas, he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más
naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y
lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo
remedia. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola,
digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero
de la Triste Figura; y puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente quien
las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza, ni este
escudo ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro,
ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante, habiendo ya sabido
quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don
Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en responderle, parecía que no
acertaba a hacerlo, pero de allí a buen espacio le dijo:
—Acertastes, señor caballero, a
conocer por mi suspensión mi deseo, pero no habéis acertado a quitarme la
maravilla que en mí causa el haberos visto, que puesto que, como vos, señor,
decís, que el saber ya quién sois me lo podría quitar, no ha sido así, antes
agora que lo sé quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay
hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas
caballerías? No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca
viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo
creyera si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el
cielo!, que con esa historia que vuesa merced dice que está impresa de sus
altas y verdaderas caballerías se habrán puesto en olvido las innumerables de
los fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de
las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias.
—Hay mucho que decir —respondió
don Quijote— en razón de si son fingidas o no las historias de los andantes
caballeros.
—Pues ¿hay quien dude —respondió
el Verde— que no son falsas las tales historias?
—Yo lo dudo —respondió don
Quijote—, y quédese esto aquí, que si nuestra jornada dura, espero en Dios de
dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los
que tienen por cierto que no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote
tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y
aguardaba que con otras lo confirmase; pero antes que se divertiesen en otros
razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado
parte de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán.
—Yo, señor Caballero de la Triste
Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios
fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de
Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis
ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos,
sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de
libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción
otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas.
Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto
entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la
invención, puesto que destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis
vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y
aseados y nonada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí
se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los
otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y
vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado;
procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra
Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la
relación de la vida y entretenimientos del hidalgo, y, pareciéndole buena y
santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio y con
gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi
lágrimas le besó los pies una y muchas veces.Visto lo cual por el hidalgo, le
preguntó:
—¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos
son estos?
—Déjenme besar —respondió
Sancho—, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto
en todos los días de mi vida.
—No soy santo —respondió el
hidalgo—, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como
vuestra simplicidad lo muestra.
Le comenta el del Verde que tiene
un hijo que, contra su voluntad, solo se interesa por la poesía.
—Yo, señor don Quijote —respondió
el hidalgo—, tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso
de lo que soy, y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo
quisiera. Será de edad de diez y ocho años; los seis ha estado en Salamanca,
aprendiendo las lenguas latina y griega, y cuando quise que pasase a estudiar
otras ciencias, halléle tan embebido en la de la poesía (si es que se puede
llamar ciencia, que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo
quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teología
A todo lo cual respondió don
Quijote:
—Los hijos, señor, son pedazos de
las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que
sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el
encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y
de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de
la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que
estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el
persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando,
siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen,
sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren
inclinado; y aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de
aquellas que suelen deshonrar a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi
parecer es como una doncella tierna y de poca edad y en todo estremo hermosa, a
quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que
son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han
de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni
traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los
rincones de los palacios……. Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será
también en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos
que en ella se engendraren, tales serán sus escritos; y cuando los reyes y
príncipes veen la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos prudentes,
virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan
con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de
ser ofendidos de nadie los que con tales coronas veen honradas y adornadas sus
sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán
del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que
con él tenía de ser mentecato. Pero a la mitad desta plática, Sancho, por no
ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a
unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas, y en esto ya volvía
a renovar la plática el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen
discurso de don Quijote, cuando alzando don Quijote la cabeza vio que por el
camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y creyendo
que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los pastores
y a toda priesa picó al rucio y llegó donde su amo estaba, a quien sucedió una
espantosa y desatinada aventura.