“Era fresca la mañana y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don Quijote salió de la venta”. Y “yendo fuera de camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.”
“don Quijote, a quien desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos, antes iba y venía con el pensamiento por mil géneros de lugares”, “si la condición deste remedio está en que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se los dé él o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los reciba, lleguen por do llegaren?
“vengo a suplir tus faltas y a remediar mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar en parte la deuda a que te obligaste. Dulcinea perece, tú vives en descuido, yo muero deseando; y, así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad por lo menos dos mil azotes.
Los azotes a que yo me obligué han de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme.
Don Quijote, procuraba y pugnaba por desenlazarle; viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba, púsole la rodilla derecha sobre el pecho y con las manos le tenía las manos de modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
—¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te da su pan te atreves?
—Ni quito rey ni pongo rey —respondió Sancho—, sino ayúdome a mí, que soy mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo y no tratará de azotarme por agora.
Levantóse Sancho y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y yendo a arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza y, alzando las manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo, acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y preguntándole qué le había sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
—No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta.
Una vez más el loco manifiesta que es peligroso. Pero su rigor como amo es nada comparado con el del poder.
Y si los muertos los habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
—No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de compasivas que de rigurosas.
Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en locura que en valentía y así, le dijo:
—Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna esta en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida suerte se enderezase: que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un ruido, volvió Roque la cabeza y vio una hermosa figura, la cual, en llegando a él, dijo:
Yo soy Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario bando, y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente Torrellas se llama, o a lo menos se llamaba no ha dos horas. Este, pues, por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi padre, porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo y yo le di la palabra de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse, nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua de aquí, y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé esta escopeta, y por añadidura estas dos pistolas, abriéndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra.
Roque se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido o muerto don Vicente. Llegaron al lugar” y “descubrieron por un recuesto arriba alguna gente y diéronse a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus criados o muerto o vivo llevaban o para curarle o para enterrarle. Diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo hicieron [*]; hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir. Este dijo:
—Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto, pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales ni con mis obras jamás quise ni supe ofenderte.
—Luego ¿no es verdad —dijo Claudia— que ibas esta mañana a desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro?
—No, por cierto —respondió don Vicente—: mi mala fortuna te debió de llevar estas nuevas para que celosa me quitases la vida;
—¡Oh cruel e inconsiderada mujer —decía—, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!
Y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima. Pero ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
En efecto, la auténtica causa de la desgracia no son en sí los celos; el origen de la TRAGEDIA, es la INCOMUNICACIÓN, la carencia de comunidad, generada por pertenecer los amantes a clanes opuestos, esa es la causa de la violencia, al igual que en la guerra de los rebuznos.
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