sábado, 24 de diciembre de 2011

Que Dios reparta suerte

Cuando Roque Guinart regresó a su campamento, tras dejar a Claudia Jerónima
“halló a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso así para el alma como para el cuerpo; pero como los más eran gascones, gente rústica y desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote.”



Una vez más ironiza Cervantes sobre el predicador, que se cree que los hombres pueden elegir su destino en función de unos principios. Como si a ellos les gustase ser bandidos en lugar de burgueses, por ejemplo.

Este post está comentado aquí en diciembre de 2010. Fue tratado como pintura viva de las Armas y las Letras, estas últimas no las irracionales de la religión, que como hemos visto en los caballeros santos también padecen fuerza, sino como justicia distributiva o REPARTO (tanto de recursos como de cargos) –siendo este nombre de REPARTO suficiente para que el concepto nos quede claro y distinto.

Y lo repito por ser tan conveniente para nuestro tiempo, ya que el engaño que resulta de la guerra, la irracionalidad de nuestros días no está ya basado en el simple ocultamiento o en la religión, sino en la economía, en los dictámenes de los mercados incontrolables, cuya jerga, términos y entendimiento solo es asequible a ciertos expertos, pero no al sentido común y son los que dan lugar una política, justicia distributiva, específica e inexorable.


“Roque Guinart, mandando poner los suyos en ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas y dineros y todo aquello que desde la última repartición habían robado; y haciendo brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros, lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia, que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don Quijote:


—Si no se guardase esta puntualidad con estos, no se podría vivir con ellos.


A lo que dijo Sancho:


—Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones.

El robo, o quizás mejor dicho, el abuso, si mantenido se puede solo llevar a cabo con el engaño, no con los objetos a la vista.

—Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra, nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados corazones. Yo de mi natural soy compasivo y bienintencionado, pero, como tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a despecho y pesar de lo que entiendo; y como un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no solo las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo. Pero Dios es servido de que, aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro.

Vamos a dar ahora una nueva vuelta a las Letras o Reparto

Llegaron en esto los escuderos de la presa, trayendo consigo dos caballeros a caballo y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el gran Roque Guinart hablase; el cual preguntó a los caballeros que quién eran y adónde iban y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:


—Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras que dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta docientos o trecientos escudos, con que a nuestro parecer vamos ricos y contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores tesoros.


Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma y que entre entrambos podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el coche y adónde, y el dinero que llevaban, y uno de los de a caballo dijo:


—Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos escudos.


—De modo —dijo Roque Guinart— que ya tenemos aquí novecientos escudos y sesenta reales: mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.


Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:


—¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición procuran!


Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta y no se holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza, que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y volviéndose a los capitanes dijo:


—Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto que yo les daré, para que si toparen otras de algunas escuadras mías que tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño, que no es mi intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales.


Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió en ninguna manera, antes le pidió perdón del agravio que le había hecho forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio. Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que se estuviesen quedos y, volviéndose a los suyos, les dijo:


—Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir bien de esta aventura.


Y trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras y, despidiéndose dellos, los dejó ir libres y admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana:


—Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí adelante quisiere mostrarse liberal, séalo con su hacienda, y no con la nuestra.


No lo dijo tan paso el desventurado, que dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes, diciéndole:


—Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.


Pasmáronse todos y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia que le tenían.

Dos conclusiones vamos a extraer de este suceso. Uno primero secundario:

El motivo por el que Roque se emplea tan rápidamente y tan a fondo, tan fuera de su naturaleza de compasivo y bienintencionado, es su condición de jefe de unas fuerzas armadas. Los jefes, todos, pero especialmente los militares, tienen que actuar sin "humanidad". Este desdoblamiento del carácter persona lo señalaba Vicens Llorens en su Historia y ficción en el Quijote como característico de la novela de Cervantes en relación con la expulsión de los moriscos. Y otro elemento a considerar es que siendo la guerra una tragedia, una vez desatada enciende la pasión de venganza y de odio, así lo dice Roque, y así nos lo manifestaba el Caballero de los Espejos tras su inesperada derrota.

Pero más interesante para nuestro tema de hoy es como el jefe, aquel que tiene poder, puede romper la justicia a su antojo, de modo que vemos, aunque sea para bien en este caso, extraordinaria maestría de Cervantes, la supremacía de las Arms sobre las Letras, de la fuerza sobre el reparto.

Finalmente nos describe la actividad de las Armas, la tragedia humana.

Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida: aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién; dormían en pie, interrompiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos, porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba, porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos o le habían de matar o entregar a la justicia. Vida, por cierto, miserable y enfadosa.

domingo, 18 de diciembre de 2011

No son los celos

“Era fresca la mañana y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don Quijote salió de la venta”. Y “yendo fuera de camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.”



“don Quijote, a quien desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos, antes iba y venía con el pensamiento por mil géneros de lugares”, “si la condición deste remedio está en que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se los dé él o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los reciba, lleguen por do llegaren?


“vengo a suplir tus faltas y a remediar mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar en parte la deuda a que te obligaste. Dulcinea perece, tú vives en descuido, yo muero deseando; y, así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad por lo menos dos mil azotes.


Los azotes a que yo me obligué han de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme.


Don Quijote, procuraba y pugnaba por desenlazarle; viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba, púsole la rodilla derecha sobre el pecho y con las manos le tenía las manos de modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:


—¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te da su pan te atreves?


—Ni quito rey ni pongo rey —respondió Sancho—, sino ayúdome a mí, que soy mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo y no tratará de azotarme por agora.


Levantóse Sancho y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y yendo a arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza y, alzando las manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo, acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y preguntándole qué le había sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:


—No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta.

Una vez más el loco manifiesta que es peligroso. Pero su rigor como amo es nada comparado con el del poder.



Y si los muertos los habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.


—No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de compasivas que de rigurosas.


Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en locura que en valentía y así, le dijo:


—Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna esta en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida suerte se enderezase: que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los pobres.


Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un ruido, volvió Roque la cabeza y vio una hermosa figura, la cual, en llegando a él, dijo:


Yo soy Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario bando, y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente Torrellas se llama, o a lo menos se llamaba no ha dos horas. Este, pues, por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi padre, porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo y yo le di la palabra de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse, nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua de aquí, y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé esta escopeta, y por añadidura estas dos pistolas, abriéndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra.


Roque se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido o muerto don Vicente. Llegaron al lugar” y “descubrieron por un recuesto arriba alguna gente y diéronse a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus criados o muerto o vivo llevaban o para curarle o para enterrarle. Diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo hicieron [*]; hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir. Este dijo:


—Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto, pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales ni con mis obras jamás quise ni supe ofenderte.


—Luego ¿no es verdad —dijo Claudia— que ibas esta mañana a desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro?


—No, por cierto —respondió don Vicente—: mi mala fortuna te debió de llevar estas nuevas para que celosa me quitases la vida;


—¡Oh cruel e inconsiderada mujer —decía—, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!


Y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima. Pero ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?

En efecto, la auténtica causa de la desgracia no son en sí los celos; el origen de la TRAGEDIA, es la INCOMUNICACIÓN, la carencia de comunidad, generada por pertenecer los amantes a clanes opuestos, esa es la causa de la violencia, al igual que en la guerra de los rebuznos.

domingo, 11 de diciembre de 2011

El otro y el mismo

Afirma Ortega que, en comparación con Cervantes, Shakespeare parece un ideólogo, pues, aun siendo el Quijote la obra de arte que más claves nos da para entender la vida humana no nos ofrece indicios o señales de cómo entenderla, interpretarla. Sin embargo, acabamos de ver el anterior capítulo que, siendo discreto -como discreto es Cervantes, es pura ideología. Y ahora entiendo que el capítulo anterior era previsión de éste.


Cervantes se encuentra con que el Ingenioso Hidalgo logra el aplauso general como obra cómica, pero no entendimiento público de su sentido, más que por ser éste ininteligible porque trata de lo que no se puede hablar, comienza así desde el primer momento la paradoja de que el protagonista loco gane fama mientras se arrincona a su autor. Si había alguien capacitado para alcanzar entendimiento del Quijote era Lope, maestro confesor, al que le horrorizó, y muy probablemente El Quijote apócrifo tuvo su origen en él. Cervantes ve ahora como el sentido de El Quijote se difumina, incluso se contradice, a manos de otro autor, y también comprende que es reacción a cierto entendimiento. Pero ese entendimiento es incompleto, por eso Cervantes hará algo que nadie ha entendido (con lo que también hace su penitencia por el ideológico capítulo anterior): que don Quijote renuncie a sus caballerías y muera cristianamente; porque a Cervantes las Letras le dan igual.

Y son estos mismos hechos los que fuerzan a Cervantes a encarnarse en el protagonista loco a costa de tener que hacer explícito reiteradamente que éste tiene momentos lúcidos.

Quizás esa encarnación se muestre ya en ésta su melancolía:


“Considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas: al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas y entomece las manos y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.”

Durmieron por fin, y
“despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que al parecer una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos".

Y Sancho daba

“particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta.”



Ofrece el posadero a Sancho lo que éste desee; le pide pollos, pollas, ternera, cabrito, tocino y huevos, para resultar que solo tenía uñas de vaca, a lo que no tiene más remedio que acomodarse Sancho.


Iban ya a cenar cuando
“en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:


—Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.


Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie y con oído alerto escuchó lo que dél trataban y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:


—¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?


—Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan malo, que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.


Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho alzó la voz y dijo:


—Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.


—¿Quién es el que nos responde? —respondieron del otro aposento.


—¿Quién ha de ser —respondió Sancho— sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho y aun cuanto dijere, que al buen pagador no le duelen prendas?


Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos, echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:


—Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.


Y poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo:


—En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza: y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.


A esto dijo Sancho:


—¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, «Mari Gutiérrez»! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre.

Cervantes, para criticar al de Avellaneda, ha de limitarse al cuento, el espacio compartido con nosotros, y con los recursos de los que dispone en él, rechaza el de Avellaneda, sobre todo, apelando a la diferencia de intención o propósito de ambas obras, o mejor dicho, que El Quijote más allá de ser broma o sátira encierra un propósito. De otro modo el de Avellaneda solo podría haber sido desdeñado por su inferior calidad literaria así como lo es por su zafiedad.

—Por lo que he oído hablar, amigo —dijo don Jerónimo—, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.


—Sí soy —respondió Sancho—, y me precio dello.


—Pues a fe —dijo el caballero— que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor y simple y nonada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe.


—Dios se lo perdone —dijo Sancho—. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.


Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos. En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso, si se había casado, si estaba parida o preñada o si, estando en su entereza, se acordaba, guardando su honestidad y buen decoro, de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que él respondió:


—Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada.


Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho.


Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura.


Acabó de cenar Sancho y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo y en entrando dijo:


—Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen no quiere que no comamos buenas migas juntos: yo querría que ya que me llama comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.


—Sí llama —dijo don Jerónimo—, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente.


—Créanme vuesas mercedes —dijo Sancho— que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.


—Yo así lo creo —dijo don Juan—, y, si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.


—Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.


—Ninguna —dijo don Juan— se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que a mi parecer es fuerte y grande.


En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche, y aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído, pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.


Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que estos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.

sábado, 3 de diciembre de 2011

A Apolo, patrón de El Quijote (Cap LVIII - II)

¡Oh, Apolo! Dame tu virtud para que estas letras se eleven sobre los temporales giros de la Tierra y sin que ésta les haga ya más sombra queden para siempre expuestas a Ti y Cervantes pueda, cuatrocientos años después, por fin dejar de dar en derredor melancólicas miradas y suspirar de alivio.


Nos dice el autor al principio de la primera parte y al final de la segunda que escribe para acabar con los libros de caballerías. Aquí los tenemos; que un cuadro no es diferente a un libro. Adelante:

Un aviso: este capítulo aparece en las habituales interpretaciones del Quijote, pues muchos son los que indagan la religión y aquí tienen a los santos, otros dicen que su tema es la libertad, y aquí sobre ella hace el loco su discurso:


Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose a Sancho le dijo:


—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!


—Con todo eso —dijo Sancho— que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere, que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.
El cielo, por cierto, no da pan.

Ocurre, en efecto, que el obvio discurso sobre la libertad del caballero se ofrece descontextualizado, sin añadirle la habitual enmienda de Sancho. Como descontextualizado se suele leer lo que sigue, que es el encuentro con las imágenes de los santos:


“Fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse. Viéndola don Quijote, dijo:


—Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina: llamóse don San Jorge y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta otra.


Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:


—Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo.


—No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener, seso es menester.


Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y en viéndola, dijo don Quijote:


—Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo.


Luego descubrieron otro lienzo y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía:


—Este —dijo don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo.


No había más imágines, y, así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir y dijo a los que las llevaban:


—Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza.

Interludia la aventura con el tema de los agüeros, pues don Quijote lo tiene a bueno haberse topado con los que pretende son sus iguales. Pero Cervantes lo utiliza para incidir en su pensamiento sobre las Letras, expuesto en muchas otras ocasiones:
El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados, pero él, abrazándose con el suelo, dijo: «No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis brazos». Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.

Es decir, que nuestra voluntad es capaz de imponer el sentido a las señales indeterminadas, como son las palabras. De modo que más nos vale tener todo encuentro por felicísimo acontecimiento.
—Yo así lo creo —respondió Sancho— y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra España!». ¿Está por ventura España abierta y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es esta?


—Simplicísimo eres, Sancho —respondió don Quijote—, y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido, y, así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.

Hacen otro interludio tratando el caso de Altisidora donde especulan como pudo enamorarse de don Quijote, a lo que responde que por ser bueno –buen motivo si se trata de convivir con alguien- y pasan a la siguiente aventura, que es el encuentro con un grupo de gente que se entretienen representando la Arcadia, los cuales invitan y tratan muy cortésmente a don Quijote, quien habiendo sido ya sido motivado arriba con el tema del agradecimiento les paga con su virtud o moneda caballeresca:
Yo, pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y, así, digo que sustentaré dos días naturales, en mitad de ese camino real que va a Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas (disfrazadas) que aquí están son las más hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetando solo a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.

Y con el siguiente edicto lo puso en práctica:
—¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a pie y de a caballo que por este camino pasáis o habéis de pasar en estos dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante, está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de parecer contrario acuda, que aquí le espero.


Dos veces repitió estas mismas razones y dos veces no fueron oídas de ningún aventurero;

Pero si por un

“tropel de los lanceros, y uno dellos que venía más delante a grandes voces comenzó a decir a don Quijote:


—¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!


—¡Ea, canalla —respondió don Quijote—, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría el Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, así, a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.