Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas, que solo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que a venir frisada descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban; por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa «de las Tres Faldas», y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llamó la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi.
Nos había avisado antes el autor que esta era una representación inventada por los duques para distraerse con don Quijote. Pero Cervantes comete otro de sus habituales descuidos ¿a qué viene esa información que aporta Benengueli respecto a su condado y a sus tierras y las costumbres que allí tenían? Atengámonos solo a la realidad:
Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos velos negros, y no trasparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados, que ninguna cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín; viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y delicada, dijo:
—Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado, digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco, menos le hallo.
—Sin él estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Observese ahora el exceso de realismo; resulta que como la dueña Dolorida es realmente un criado de los duques, se azora ante las reverencias que éstos le hacen y piden que no le hagan tanta cortesía a este su criado, digo, a esta su criada.
No más errores, volvamos un término medio.
Y levantándola de la mano la llevó a sentar en una silla junto a la duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote callaba y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue la dueña Dolorida, con estas palabras:
—Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos pechos acogimiento, no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles y a ablandar los diamantes y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero antes que salga a la plaza de vuestros oídos (por no decir orejas), quisiera que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo Panza.
—El Panza —antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí está y el don Quijotísimo asimismo, y, así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.
Este Sancho está a la que caiga para hacer sus gracias; lo mismo que acabamos de ver y siempre vemos en Cervantes. Por eso digo que si tenemos que identificar a un personaje con Cervantes, ese, a falta de su mujer, no hay duda que es Sancho.
En esto se levantó don Quijote y, encaminando sus razones a la Dolorida dueña, dijo:
—Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos; y siendo esto así, como lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias, ni buscar preámbulos, sino a la llana y sin rodeos decid vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.
Mientras que el que menos se le parece a Cervantes es este don Quijote o don Tonto.
Oyendo lo cual la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se arrojó, y pugnando por abrazárselos decía:
—Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son basas y colunas de la andante caballería: estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises!
O las de Aquiles, Eneas o Alejandro.